Asuntos familiares

Edu García

«El peor secreto es el que no se deja enterrar» A.G.

 

La puerta se alza imponente ante mí. Con el paso del tiempo y con la luz del sol, el rojizo de la pintura empieza a palidecer. La madera corroída por la humedad parece resquebrajarse con tan solo un suspiro. El pomo señorial se mantiene intacto al paso del tiempo, dorado, y con muescas en relieve, simulando el semblante de un león. Dos afilados colmillos asoman tímidos desde las fauces del felino, como dos puñales escondidos a la espera infinita de una presa que se resiste a llegar. Titubeo alargando la mano, muy cerca de su mordisco y, cuando parece que voy a lograr resistirme a sus encantos y abandonar mi intento, con un chasquido, la puerta cede unos centímetros ante mí. Un hilo de oscuridad se entrevé y, de sus entrañas, un aliento fétido me abofetea los sentidos. Evitando el mordisco envenenado del felino, me deslizo al interior. Una gran penumbra invade el hogar. Maderas y postigos atrancan las ventanas impidiendo que ni un atisbo de luz se filtre en el interior. Un tintineo de claridad me guía hasta el salón, donde la leña crepita a merced de las llamas. La sala se descubre ante la tenue lumbre del fuego; entre las sombras, escucho el crujir de un balancín. Una figura se mece con la indiferencia del tiempo. Me acerco, y la sombra en penumbra se muestra ante mí; una mujer menuda y chata, castigada por el paso de los años, me observa con ojos vacíos de esperanza, mientras obsequia mi presencia con una sonrisa desdentada. Su frente desdibujada se asemeja a la cáscara de una  nuez. Una gran manta de lana cuelga de su regazo.

—Mi bebé… —susurra.

Un escalofrío me recorre la espalda. Su mirada vacía me acaricia el rostro.

—¿Has visto a mi bebé? —pregunta ofreciéndome las sábanas.

—M… ma… —Las cuerdas vocales se me cierran en un puño.

Una lágrima se desliza entre los surcos de su mejilla. Envenenado de odio, recojo el revoltijo de mantas ajadas. Una estatua cristalina de tez pálida y desvencijada se asoma entre los ropajes.

—Pero… ¿qué has hecho?

El silencio envuelve la habitación. La mujer, que parece estar en un estado infinito de ausencia, vuelve en sí con el chasquido de las llamas.

—¿A qué huele? —dice—. ¿Es el niño?

—No —contesto mientras el calor del orín se extiende por mi pantalón.

—Sí… sí que lo es.

—Ese ha sido el problema.

—¿El niño?

—No —contesto—. El problema siempre has sido tú, madre. La mujer se incorpora del balancín.

—¡Cállate! El niño tiene hambre.

—El niño no puede tener hambre.

—¿No ves que está llorando?

 

La mujer se levanta extendiendo el brazo, reconociendo en mí la tristeza que le rodea. Mis piernas reaccionan zafándose de la garra huesuda de la mujer. Con el cuerpo frágil del niño aún entre

mis brazos, me aparto del alcance de la demente que tengo por madre, lanzo el torso quebradizo del crío, y este estalla en una lluvia de cristales frente al fragor de las llamas.

—¡Mi niño! —grita deslizándose hacia los pedazos, mientras se funden al calor del fuego— .Mi hijo…

Como un rayo, el recuerdo me ilumina la conciencia.

—¿Dónde está?

—¿Quién?

—Winki.

—Fuera. En el jardín.

Salgo del comedor y me dirijo a la puerta. La mujer me sigue arrastrándose entra lágrimas.

—¡No salgas! —pide con voz trémula—. Fuera está la luz.

La puerta se resiste, encerrándome en el interior, como si después de la espera no quisiera librarse de mí. Con un empujón, virutas de polvo caen esparciéndose en la negrura; un escozor me invade los ojos. Me giro y aparto a la captora que se me abalanza para evitar la huida. Cojo impulso y golpeo la puerta, que cede al primer golpe. Briznas de luz cegadoras invaden la sala; escucho cómo la cabeza de león que protegía la entrada sale despedida y se rompe en pedazos. A tientas consigo zafarme de las entrañas de la casa y salgo al exterior. Un halo gélido se cierne ante mí. La atmósfera de bruma me envuelve. No se oyen pájaros cantar, ni se percibe la brisa fresca que recorre la montaña.           Hoy, la escarcha perlada del rocío ha olvidado amanecer.

Pisadas enmarcadas en el lodo me conducen hasta las raíces de un sauce, a sus pies, entre la hojarasca; un pequeño conejo de peluche con las orejas alargadas y dientes de ratón aguarda mi llegada. Winki, el peluche de mi infancia, sonríe al vislumbrar mi presencia; sus ojos muestran la luz del anhelo. Me agacho para recogerlo; la humedad envuelta en mugre me impregna la piel; un brillo de esperanza me recorre la espalda. La luz de mi niñez aflora en mis recuerdos. La sombra frágil de mi madre se acerca a unos pocos metros. A mis pies, el aroma acre e infernal me revuelve las entrañas. Aparto el montón de hojas marchitas con la suela del zapato. Una mancha de tierra removida aparece ante mis pies; el olor se intensifica con la náusea. Me agacho observando la pila de arena; deposito al  orejudo Winki a un lado, y hundo mis manos en el revoltijo de arena.

—No lo hagas —ruega la mujer a mi espalda.

Ignorando sus súplicas, poso los ojos en la mirada de Winki, que parece palidecer. Me rasgo la piel arrancándome una uña entre las piedras. El dolor arde. Y la rabia me envenena.

—No lo hagas —repite.

—¿De qué te escondes, madre?

—No me escondo, hijo. Te protejo.

—¿De qué?

Mis manos topan con una superficie dura. La tanteo con los dedos; noto que esta vez no es una piedra: es de una consistencia un tanto más blanda, casi frágil.

—De la verdad, hijo. De la verdad —escucho balbucear a la mujer. Su sonrisa desdentada se apodera de su rostro. Un temblor gélido me invade al desenterrar una estructura blanca y quebradiza. Un grito ahogado nace en mi interior. El aliento fétido me embiste con más fuerza al desenterrar el cráneo de un bebé.

—¿Qué es esto? —susurro.

—La verdad, hijo. La verdad.

—No puede ser…

—Lo siento, hijo. Lo siento —dice estallando en lágrimas—. No parabas de llorar… y aquel día ni el baño te relajaba. A ti siempre te gustaba jugar con el agua. No parabas de reír, salpicar y

mojarlo todo; eras tan feliz… tu sonrisa le daba vida a esta casa. Pero aquel día no sé qué te pasaba, no jugabas, no reías. Ni Winki te hacía feliz. Tenía la sensación de que te me escapabas; yo no quería dejarte ir. Te quería aquí, conmigo, en casa.

—No puede ser, mamá. No puede ser. Te enterramos en abril.

—No, cariño, no —explica mientras su voz se funde en el llanto—. Ese cuerpo… ese cuerpo es el tuyo.