Ventana indiscreta

Iñaki Rangil

Se me rompió el jarrón; son las ocho de la mañana. Ha sonado el despertador y, por curioso que resulte, lo primero que se me viene a la mente es la imagen de un jarrón roto. Alguien me comentó hace tiempo que las peores discusiones o problemas a sobrellevar con alguien a quien quieres son iguales que el momento cuando se te rompe un jarrón. Dará igual lo bien que lo pegues, o que la gente te diga lo bonito que es. Nada de eso importa: tú siempre sabrás que está roto. 

La mañana transcurre sin darme cuenta; mi mente está lejos. Tampoco es que  la necesite para realizar las tareas domésticas que me sé de memoria y que he llevado a cabo durante veintitrés años, sin vacaciones ni días libres. Hoy está siendo un día duro; por mucho que lo intento, una y otra vez los recuerdos de aquella discusión vuelven a mí como si hubiera sido ayer. Duelen tanto como el primer día. Mi imaginación se dispara con mil ideas diferentes; me conozco, y temo cometer una locura.

 

Para mi marido, todo sigue igual: la misma sonrisa, los mismos hábitos. Lo perdoné, y para él fue suficiente. Yo no logro olvidar. Sus palabras me acribillaron, me destrozaron por dentro. Dicen que estas se las lleva el viento, pero lo que no te cuentan es el daño que provocan por el camino. Todo fue medido para que yo sufriera. Mi querido esposo, siempre tan comedido, aburrido hasta la saciedad, afiló el bisturí hasta que me vio desangrada allí, delante de él. 

 

La cena está lista y, encima de la mesa, justo cuando él llega a casa, Dios nos libre de cambiar los horarios e introducir algo de espontaneidad en nuestras vidas. Su beso en mi mejilla me quema; quisiera apartarme, pero uno más no marca la diferencia. A mi marido le encanta contarme lo maravilloso que es en su trabajo y, mientras habla, yo lo miro con esa sonrisa en mi rostro que no significa nada, pero lo dice todo. Por mucho que lo intento, mi mente de nuevo se traslada a ese gran día en el que por fin abrí los ojos.

 

Supongo que ese fue el punto de inflexión, cuando ya no se podía aguantar más. Desde entonces me encuentro rara; lo miro y no siento ningún tipo de necesidad para con él o, más bien, sí: tengo ganas de verlo lejos. Seguro que eso me haría feliz. Sus sonrisas me lastiman, y sus comentarios paternalistas me incitan a gritar hasta quedarme sin voz. Me pregunto una y otra vez por qué sigo con él; o, mejor aún, porque sigue él a mi lado, qué le aporta mi indiferencia. Tal vez, solo digo tal vez, si no se hubiera roto el jarrón, seguiría mirando hacia otro lado sin darme cuenta de cómo pasan los años. 

 

Cada noche es lo mismo; el pánico me domina. Intento postergar el meterme en la  cama con él. A pesar de que me descabezo, no encuentro excusas que presentarle para no hacerlo. Apenas duermo, lo siento allí a mi lado, y me puede el asco al recordar esa mano que minutos antes llevó a cabo una tarea de reconocimiento, por si era posible darse un festín. Poco faltó para que me levantara y me fuera a dormir a otro lado; pero eso supondría dar explicaciones, y hoy no me lo puedo permitir. Entonces, lo dejo hacer; no será la primera vez que cedo mi cuerpo para que él se desahogue. Eso es lo que hacen las buenas esposas.

 

Pasan las horas; estoy inquieta, pero cada vez estoy más segura de lo que debo hacer. Espero hasta que él se vaya a trabajar. Hacía años que no me sentía tan liviana, sin remordimientos ni rabia. Me pongo el vestido de flores que compré para una ocasión especial, pero que nunca salió del armario. Cojo el bolso, la maleta con cuatro cosas que he metido de manera precipitada y me dirijo hacia la salida; al cerrar la puerta, oigo el despertador: las ocho de la mañana. Hoy va a ser un día perfecto para comenzar a buscar un nuevo jarrón.