La letra es muy pequeña
Juan José Gilabert
Estábamos a mediados de agosto, y yo no me sentía nada bien: los olores, los sabores y las mañanas me provocaban náuseas y malestar. Parecía que la comida no me caía bien y mis digestiones no eran buenas; veía con pesar que estaba destinada a que ningún día fuese normal y que en todas mis actividades las molestias persistirían. Durante las noches, aunque eran mejores, a veces me costaba conciliar el sueño.
Lo bueno era, que en ese entonces era muy joven y todo eso lo pensaba como algo pasajero. Además, el doctor, me había hecho todo tipo de estudios, me decía que todo estaba bien, que no me preocupara.
Estaba en el último semestre de la carrera de Psicología y, una vez a la semana, teníamos una práctica en un mercado del centro de la ciudad. Cuando llegaba, tenía que llevar una bolsa de plástico porque siempre pensaba que vomitaría por los olores que el mercado desprendía.
Yo sentía que me inflaba como globo, que engordaba sin medida, un kilo, cinco, diez, y a la alza. El médico me regañaba y decía que, para engordar así, estaba comiendo chocolates tirada en un sillón viendo la tele todo el día. La verdad, me daba miedo ir a su consulta y que me pesaran, pero no dejaba de engordar. Me ponía a dietas muy severas, pero parecían no funcionar.
Empecé a comprar ropa que se adecuara a mi cuerpo, para sentirme más cómoda y, por alguna extraña razón, no me importaba mucho. Incluso me veía guapa con ese sobrepeso.
Después de algunos meses, las molestias disminuyeron y, aunque nunca se terminaron por completo, me sentía mejor, pero eso sí: seguía engordando. Doce kilos, quince, diecinueve… Me costaba mucho trabajo dormir, y levantarme de cualquier sitio.
En ocasiones, compraba algunos libros que me dieran información de lo que estaba pasando en mi cuerpo y en otras yo misma escribía lo que pensaba y sentía en este periodo de mi vida. Muchas veces salía al balcón de mi casa y me imaginaba cómo sería mi futuro. Uno de mis más grandes sueños se cumpliría y, aunque por un lado estaba aterrada, por otro la felicidad me embriagaba.
Mi casa se transformó: espacios y cosas diferentes. Eso me gustaba. Todo era diferente, me sentía diferente, hacía cosas diferentes, mi casa era diferente; me trataban diferente y tantas cosas diferentes se convertirían también en algo diferente.
Un tres de abril, jugando con mi perra, empecé con unos dolores muy fuertes; no me podía acomodar de ninguna manera; el dolor era intenso y profundo: parecía que me rompería. Como era lógico, fuimos a dar al hospital. Eran las doce de la noche cuando llegué y, a pesar que me atendieron, las horas pasaban. Los dolores seguían en aumento, y nada sucedía.
Por fin, a las 6 de la mañana del 4 de abril, el milagro sucedió, y yo me convertí en madre. El momento era perfecto. Ella era perfecta y hermosísima. Las lágrimas llegaron, y sentía que el corazón me explotaría de alegría. Mi más grande anhelo se hizo realidad, y todo lo diferente se convirtió y para toda la vida con mi nenita adorada.