Ayuda, por favor
Hipólito Barrero
Alba es una niña de seis años que no puede ir al colegio esta semana porque no se encuentra bien: tiene dolor de estómago. Dice que su barriguita a ratos “hace la lavadora” (da vueltas) y en otros momentos “hace el ascensor” (sube y baja). El médico afirma que es un virus que está afectando a muchos niños. Que en tres o cuatro días pasará.
Como sus padres tienen que ir a trabajar, Alba está al cuidado de su abuela. Una de las tareas que realizan juntas es ir a hacer la compra por las mañanas.
En la puerta del supermercado, hay un señor que pide limosna con un vaso de plástico en la mano para recoger las monedas que quieran darle las almas caritativas. Enseña un pequeño cartel hecho por él mismo: “Ayuda, por favor”. A su lado lleva un perro sumiso que se pasa la mañana tumbado.
El vagabundo tiene los ojos tristes, pero se esfuerza en sonreír y dar los buenos días a los que entran a comprar. Aunque viste ropas humildes y lleva barba de tres días, no es de los que dan miedo a los niños.
—¿Qué le pasa a este señor? —pregunta Alba a su abuelita—. ¿Por qué pide ayuda?
—Porque no tiene para comer —responde su abuela—. Porque no tiene amigos.
—Sí tiene amigos: tiene a su perrito.
—Pero el perro no le puede dar comida, ni ropa, ni una casa.
—Ah, pobre señor.
Juan (así se llama el mendigo) había trabajado muchos años en la construcción. Con la llegada de la crisis económica, la empresa quebró, y despidió a varios trabajadores, entre ellos a Juan. Y eso que uno de los jefes era amigo suyo desde hacía años, pero le dijo que, sintiéndolo mucho, él no podía hacer nada. Juan prometió que no se lo perdonaría nunca. Después, durante dos años, realizó trabajos esporádicos en varios empleos, por horas. Hace meses que nadie le da trabajo; lo ven mayor y, como no tiene ayuda ni subvención alguna, tiene que pedir limosna a la puerta de los supermercados para conseguir algunos euros y poder comer.
Al día siguiente, antes de salir a comprar y con permiso de su abuela, Alba cogió de casa un parchís pequeño, de viaje, para dárselo al señor pobre, porque ella tenía otro grande.
Le habló al vagabundo:
—Hola, mira lo que te traigo, un parchís para que hagas amigos y juegues con ellos.
—Muchas gracias, princesa.
—¿No tienes amigos?
—No, me he enfadado con todos —respondió siguiendo la conversación de la pequeña.
—Pues perdónalos. Haz lo que yo hago cuando mis amigas se enfadan conmigo. Las perdono y ya está: volvemos a ser amigas.
—Eso haré, princesa.
Su abuela le dio una moneda, y un señor que salía del supermercado le entregó una botella de leche.
En ese momento se oyó un grito dentro del súper: era una empleada que sujetaba una gran estantería que se le venía encima y no podía retener su caída. El mendigo, que había visto lo que ocurría desde la puerta, corrió para sujetar la estantería y, entre los dos, la empleada y el vagabundo, pudieron contenerla mientras iban cayendo productos enlatados. Vinieron más personas y entre todos lograron ponerla en su sitio, pero todos coincidían y comentaban que, si no hubiera sido por la rapidez y gran esfuerzo del vagabundo, la pesada estantería hubiera caído encima de la empleada con graves consecuencias para ella.
Así lo entendió el encargado del súper e hizo entrega al mendigo de un cheque-regalo por valor de doscientos euros para que lo fuera gastando en productos del súper en cualquier tienda de su marca y sin fecha de caducidad.
Juan gastó los primeros doce euros en un bocadillo y en una camiseta. En toda la mañana solo había comido un cruasán que le habían dado en una cafetería para que no molestara más.
Se comió el bocadillo, se puso la camiseta nueva y se fue a visitar a algunos de sus antiguos amigos para perdonarlos y ver si podían darle trabajo.
Juan aprendió una lección de Alba: tú solo no te puedes enfrentar al mundo: necesitas amigos.