Álvaro Rubio

Una de griegos

Querido Aristóteles:

Hace tiempo que persigo las palabras idóneas para contarle cuanto me pasa. Si he tardado más de lo debido, no crea que ha sido por falta de ganas, ni tampoco ha sido por carecer de tiempo. La verdadera razón que puedo argumentar en mi defensa ha sido la velocidad y lo escurridizas que resultan las puñeteras palabras. Porque, a pesar de colocarles trampas en papiros y en pergaminos, no ha habido manera de echarles mano por este saboteador del lenguaje. Por ese motivo, me lanzo a la aventura para ver cómo lo cuento.

Don Eurípides, mi profesor y muy apasionado de su filosofía, nos ha explicado que usted posee la verdad, la razón y el conocimiento sobre la mayoría de las preocupaciones de los humanos. Incluso comenta que sus análisis y sus debates, sobre casi cualquier materia, son dignos de estudio. Además, dice que es el personaje más locuaz que habita en este planeta. Si es así, le quiero hacer una pregunta, a la que de momento no tengo una respuesta nítida (bueno, ni no nítida tampoco: simplemente, no la tengo). Estoy, como diría don Eurípides, cuando de Lisístrata se trata, en pura Babia.

Antes de disparar la pregunta, quiero ponerlo a usted en antecedentes: tengo diecisiete años, me llamo Arquímedes y estoy enamorado de Lisístrata. Ella tiene treinta y tres y, por su edad, podría ser mi madre. Yo no la veo así, pues Lisístrata posee los ojos más rimbombantes del mundo, la voz más melodiosa del universo y los labios más sensuales de todos los humanos que habitan la costa del mediterráneo. Y, si tiene que pasar por ser mi madre, que así sea. Eso sí, solo en lo que por edad corresponde. Por tanto, en lo que se refiere a su fisiología, ni un pero. Pero, claro, una mujer así tiene, además de un marido, cientos de admiradores. También cuento con un ligero inconveniente: cuanto más cerca me hallo de ella, más pequeño me siento; incluso diría que me veo enano y muy ridículo. La única virtud es mi habilidad e ingenio para construir cualquier artilugio.

Aquí viene mi pregunta: ¿qué puedo hacer para conquistar con éxito a Lisístrata?

Respetuosamente, Arquímedes.

 

Mi querido Arquímedes:

Gracias por la confianza que has puesto en mí para la resolución de tu problema. He consultado al Oráculo para revertir tu situación. Una vez analizadas sus señales, llego a la conclusión de que debes ser un auténtico dragón, rescatar a Lisístrata y aniquilar (metafóricamente) a su marido. De ese modo, tienes posibilidades para que Lisístrata caiga rendida a tus pies.

Cortésmente, Aristóteles.

Cuando le llegó a Arquímedes el papiro enrollado y atado con un trozo de tela, no se lo podía creer. Fue terminar de leer las palabras del maestro y disponerse para crear un artilugio dotado con las características del Dragón de Ladón (eso sí: con tan solo una cabeza). Seguidamente, diseñó, cortó, ató, lijó, ensambló maderas de diferentes árboles y de distintos tamaños y, en pocos días, tuvo listo el armatoste para el vuelo.

El aparato estaba movido por brazos y por piernas a través de correas y de poleas, cubierto por telas de colores, hasta cobrar el aspecto de un fiero dragón. Más tarde, se dirigió a la casa de su amada Lisístrata, ubicada en el saliente de un acantilado. El marido de Lisístrata, cuando vio aparecer en el aire al dragón, temeroso, comenzó a lanzarle piedras con una onda. Arquímedes reaccionó y prendió fuego al recipiente de brea con una antorcha. Luego derramó el líquido sobre el marido de Lisístrata por la boca del dragón. Había que aniquilarlo, según lo preceptivo por el maestro Aristóteles. La brea encendida se impregnó sobre los ropajes, y el pobre hombre se adentró en la alcoba donde se encontraba Lisístrata descansando. El fuego se extendió allí, y fue imposible apagarlo. Lisístrata, acorralada por las llamas y presa del pánico, se arrojó por la ventana que daba al acantilado. Voló (literalmente), se golpeó contra las rocas y su cuerpo se rompió ante los ojos de un desolado Arquímedes volador.

Sobre el pronóstico del Oráculo, Lisístrata cayó, si no en el modo, sí en la forma: argumentar en defensa de Arquímedes, que desconocía el significado de “metafóricamente”. Una palabra acuñada, desde ese día, por Aristóteles.