Un impulso
Nerea Aceituno
Salimos del entrenamiento, ya duchados, mientras hablamos alegremente. Yo camino junto a Dani, Jose y Martín, aunque este último está más callado que de costumbre y apenas interviene en nuestro debate sobre los exámenes que tendremos pronto. Normalmente caminamos juntos por la calle peatonal y en el cruce nos despedimos. Jose y Martín se van caminando a sus casas, que están cerca, mientras que Dani y yo esperamos a que nuestros padres vengan a recogernos en coche, pues vivimos en la otra punta de la ciudad.
Ese día, en cambio, les he dicho a mis padres que me iría andando: tengo que resolver algo antes.
—¿Os apetece dar una vuelta? —pregunto—. Aún no es tarde.
Cruzo una mirada con Dani. Ha sido idea suya no retrasarlo más, entre otras cosas porque es el único al que le he contado lo ocurrido, así que espero que me ayude.
—A mí no me dejan quedarme —anuncia Jose.
—Yo te acompaño y te voy contando por el camino. Le digo a mi padre que me recoja allí —le sigue Dani.
Martín se da cuenta de inmediato de mis intenciones y acepta. Cuando nos quedamos solos, echamos a andar y llegamos a la ría, nuestro lugar favorito de la ciudad que, además, nos queda cerca. Después de que el pasado domingo me confesó sus sentimientos, llevábamos unos días raros. El martes no vino a entrenar, creo que para no verme, y tampoco hemos hablado por wasap. Yo no me esperaba en absoluto que sintiese algo así por mí, así que me quedé bloqueada y no supe reaccionar.
Ahora, en cambio, el ambiente se empieza a relajar y, aunque se supone que debemos aclarar lo que sentimos, no me atrevo a decir nada.
Al llegar al final del puente, tenemos que darnos la vuelta. Me fijo de pronto en un candado que cuelga de los barrotes, y recuerdo algo.
—¿Has empezado a leer el libro que te recomendé? —Hago referencia a la novela de Federico Moccia.
—He visto la película.
La película no tiene tanta magia como el libro, así que se lo discuto. Me rebate mi posición, y yo la defiendo, lo cual causa un debate que consigue que las aguas vuelvan por completo a su cauce.
—¿Tú pondrías aquí un candado con la persona con la que estés saliendo?
—No creo —respondo.
—¿Conoceremos a alguien?
No. Hay una posibilidad entre un millón de que, con lo grande que es la ciudad, conozcamos a alguno de los protagonistas de esos romances. En cambio, le sigo el juego y nos divertimos viendo los nombres y las fechas.
Hay uno que está colocado por fuera, en una de las zonas más estrechas, y no conseguimos verlo. Nos ponemos de acuerdo para moverlo, pero no lo logramos. Hay un momento en el que nuestros rostros están demasiado cerca y, cuando nos giramos, ambos nos damos cuenta. Siento un cosquilleo en el estómago. Cuando estoy a punto de separarme, sus labios se posan en los míos, y me regala un beso corto, pero cálido. Mi primer beso. No dura mucho.
—¡Perdón, perdón! —exclama—. Lo siento, de verdad, soy gilip…
Siento una fuerza que me remueve mi interior. No quiero hacerlo, pero tampoco puedo contenerme. Lo freno devolviéndole el gesto, esta vez en un beso mucho más largo y consciente.
—No hacía falta que lo hicieses por pena —apunta cuando nos separamos.
—¿Pena?
—¿Qué ha sido esto, si no?
—Un impulso.
—No me gustan los impulsos. Hacemos cosas que no queremos.
—Yo pienso lo contrario —objeto, nerviosa, mientras aprieto su mano—. Un impulso nos permite hacer lo que verdaderamente queremos y sentimos, sin miedo, sin darles mil vueltas a las consecuencias.
—¿Entonces, tú…?
—Me gustas tanto como yo a ti —le confieso—. Estaba hecha un lío y el otro día me pilló por sorpresa. No me lo esperaba y tampoco quiero que esto afecte a nuestra amistad.
—No tiene por qué afectar a nada.
Me empuja hacia su pecho y me refugio en él. Mi corazón late cada vez con más intensidad. En esta fría tarde de principios de noviembre, llueven los besos, cada vez más intensos, las caricias, e incluso las lágrimas de felicidad.
Quizás me piense la idea de colgar un candado allí.