Thelma Moore
Un día inesperado
Gabino Paredes despertó esa mañana sin saber que iba a ser el día más agitado de su vida. Tomó una ducha rápida, se acicaló con esmero porque tenía la cita del sábado con el amor de su vida, Gloria Armenta. Habían quedado de verse en la Cafetería Lupito, en el centro de la pequeña ciudad.
Aceptó el café que su madre le ofrecía por agradecer el esmero con que lo elaboraba. Cuando estaba saboreando el cafecito, platicando con Doña Plácida, sonó el celular. Era Gloria, al conectar, sus sollozos le estremecieron el alma entera.
—¿Qué te pasa?, —le preguntó alterado.
—Me volvieron a golpear mis hermanos porque se dieron cuenta que te iba a ver. Te van a ir a buscar, por favor, ¡qué no te encuentren! —le dijo Gloria entre hipos y sollozos.
Al oír esto Gabino sintió las orejas calientes y oleadas de calor recorrieron su cuerpo. Trató de controlarse, pero el coraje se le volvió temblor y, aún sin quererlo, se le reflejó en la voz.
—¡Salte de ahí, inmediatamente! Te veo “allá”.
“Allá” se refería a un lugar al pie de la montaña, bajo un enorme encino, testigo de sus encuentros amorosos.
—Está bien, me voy a escabullir, ellos están fuera, buscándote.
Gabino salió de prisa casi sin despedirse de Doña Plácida que sólo atinó a darle la bendición, como adivinando que la iba a necesitar. Antes de treparse a la moto, sonó el celular.
—Cecilia, ya te dije que no me llames más. ¿No entiendes?
—Amorcito, no te alteres, te hablo para avisarte que los Armenta te andan buscando para darte una buena lección por pretender a su hermana. ¿Ya ves lo que te pasa por juntarte con gentuza?
—¡Cecilia! ¡Les dijiste! ¡Fuiste capaz!
No tuvo más palabras ni tiempo para seguir. Le colgó.
Brincó sobre la moto y aceleró, no tuvo la precaución de mirar si lo acechaban. En un abrir y cerrar de ojos llegó a las afueras. Escondió la moto entre los matorrales engarzados en el lodazal y siguió hasta el árbol. El tiempo se alargaba al ver que Gloria no aparecía. Cuando la vio corrió a encontrarla para cerciorarse de que no la perseguían. Al abrazarse no sólo unieron sus cuerpos, sino sus espíritus y sus voluntades.
—Gabino, si nos encuentran nos van a matar, acuérdate que mis hermanos son de la banda de los Michoacanos, narcos más sanguinarios no existen en la región.
—Se me ocurre que podemos ir a casa de Don Gilberto, un señor ciego al que suelo llevarle despensa cada semana; vive muy aislado.
Cuando llegaron a casa de Don Gilberto los acogió de buena gana. Pasaron algunas horas, Gabino y Gloria estaban inquietos y vigilantes. Acordaron huir de ahí, para no poner en riesgo al anfitrión.
Mientras tanto, los tres perseguidores habían llegado a la nevería Lupito y no los habían encontrado. Preguntaron a muchas personas y nadie los había visto. Se dirigieron a casa de Cecilia quien se negó a darles más información; hasta que la golpearon les dijo el lugar en donde se reunía antes con Gabino. Se fueron hacia allá, pero no encontraron más que las huellas de la moto en el lodo. Les fue fácil, aunque tardado seguir la pista. Estaban en pleno camino, cuando divisaron la moto que salía de una vereda aledaña, Con una saña digna de mejor causa se dispusieron a seguirlos.
La moto de Gabino era veloz, pero no tan poderosa como las de los hermanos, así que poco a poco los iban alcanzando. El cabello rubio y largo de Gloria flotaba al viento como un blanco perfecto. El primer disparo le rozó un hombro, el rugido del motor ahogó el grito de dolor.
Gabino la urgió para que se sujetara fuerte porque venía una curva muy cerrada. Al tomarla, tuvo que bajar la velocidad y luego parar de sopetón pues un retén le marcó el alto. No eran policías, eran narcos. Los observaron por un momento, movieron las cabezas de un lado a otro y les hicieron señas para que pasaran.
Después de algunos metros de recorrido, Gabino y Gloria escucharon el ruido de las metralletas y los gritos y quejidos de sus perseguidores.