Two hundred

Alberto Hidalgo

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“Todo está bajo control”, me digo a mí mismo. Siento la sangre en la sien y los ojos inyectados. Cosas del alcohol, de la grifa, de la fiesta. Mis amigos caminan dispersos por la ribera del río; se emborronan entre los neones y los escaparates. Todos con sus gorros navideños, confundidos entre luces de prostíbulo. Ya ni hablamos entre nosotros: más de uno se ha perdido en las trampas de este río. Algún que otro alarido. ¡Auuuuu! Mira ese escaparate. Ostias. No me lo puedo creer. No puede ser verdad: está ahí, enmarcada en luces de neón; en ropa interior, con unas braguitas tipo culote que dicen: “Happy New Year”. Es el sueño que tuve ayer, antes de despegar hacia Ámsterdam de despedida de soltero. Mi ensoñación diaria casi desde que cumplí catorce años. Una sonrisa de diablesa, melena de pelo negro, ojos de serpiente y un dedo índice que habla, que dice: “Ven, ven hacia mí”. Mi destino, todo lo que importa, se contonea al otro lado del cristal, un objeto de consumo como el llavero de I love Amsterdam que he comprado para mi novia en una tienda de suvenires, un llavero con un corazón que, como el mío, debe estar a punto de explotar. Mis venas y mis arterias se desbordan. Mi cuerpo son palpitaciones. Soy deseo. Unos euros, y compro un llavero con un corazón que late en mi bolsillo. Unos euros y entraré a la habitación que, enmarcada entre luces de neón, terciopelo y motivos navideños, aloja los ojos felinos que me invocan.

Ha abierto la portezuela; supongo porque estoy pasmado entre los riachuelos de turistas. Are you going to come in, sir?  Please, come with me.

Entro. Corre las cortinas. Estoy en un cuarto alumbrado por dos lámparas que en la penumbra parecen lejanas e iluminan una cama al fondo. Me recuerda a un cuarto oscuro de revelado de fotografías. Su piel se desnuda entre sombras cubiertas de un halo de partículas de carmín. Ya no soy yo; me acerca a ella y jadea junto a mi oído. Desabrocha el pantalón y cierro los ojos. Estoy en su infierno. Incendia mi pulso. Un latido, y otro y otro. Me tira a la cama y se abalanza sobre mí. Sangre desbocada que se graba en mi recuerdo. Le imploro calma, pero es una fiera rodeada por su sombra de carmín. 

***

El muchacho estaba borracho. Se había quedado clavado mirándome. Con ese balanceo del que no es dueño de lo que hace. Era muy joven, y estos casi adolescentes son fáciles de prender, aun alcoholizados. Son rápidos.

He visto de todo. Los muchachos no son iguales sin excepción, pero bien sé que, por norma, mientras más viejo, más resabiado, y las peores inmundicias las desean los maduros, los que pagan lo que pidas sin regatear.

El chavo entró en cuanto abrí la puerta y, romántico como pocos, me preguntó: “How much?” con lengua de trapo. Tampoco soy una niña ni me hago ilusiones. Soy una muñeca en un escaparate. Como tal cosa me tratan y como tal cosa me siento pero, por torpe que sea el cliente, pocas veces no dice por lo menos un “You are amazing” introductorio. Un detallito que disimule lo heladora de la transacción.

Supe que era español, pero preferí no aclararle que soy colombiana y que podía hablarme en su idioma. Mejor no dar más confianza de la necesaria. “Two hundred”, dije. Corrí las cortinas de terciopelo, todo oscureció y lo agarré de una trabilla del pantalón para acercarlo y que sintiese mi piel. Ardía. Desabroché el botón de los tejanos. Bajé la cremallera. Bingo. Tal como lo imaginé, listo para terminar antes de haber empezado. Miré sus ojos encendidos en sangre y los cerró. Pobre, quería aprovechar sus doscientos euros y ya sabía que yo, bajándome las braguitas, conduciendo su mano hacia mis nalgas y acariciando con estas su sexo, lo tenía casi despachado. Lo empujé a la cama y me subí a horcajadas. Murmuraba: “No, no, para, para un poquito, más despacio por favor”.

El “Por favor” sobró.

“Cash or credit card?”. Dejé que marcase su contraseña en el datafono. Doscientos euros. “Adiós, mi amor”, dije. “Adiós”, respondió.