Tiribirí

J.L. Rivas

La tormenta nos sorprende en plena cordillera y la noche se nos echa encima. La ruta principal es culebrera y en bajada. Ni una sola recta donde aliviar un poco la tensión. Las luces de los camiones nos encandilan cuando aparecen saliendo de la nada. Apenas podemos ver el borde del precipicio. La lluvia intensa azota sin piedad el parabrisas, las escobillas resultan inútiles. Por suerte vamos del lado del talud, así el abismo deja de ser nuestra principal preocupación. 

 

     Es temerario adelantarnos. Nos escondemos detrás de uno de esos paquidermos que llaman tractomulas, resignándonos a la lentitud. Nos persigue otro enorme monstruo cuyos faros me ciegan. Giro el espejo retrovisor y me concentro en lo que tenemos delante.  

 

    La tormenta arrecia. Por la ladera bajan piedras y lodo, convirtiendo el asfalto en una pista resbaladiza. Intento usar el freno lo menos posible y ayudarme con los cambios de marcha. Un patinazo podría desbarrancarnos o estrellarnos contra el camión que nos precede.              

 

     Nuestra inquietud aumenta. Somos un sándwich entre dos gigantes. Ruedan guijarros desde lo alto del cerro, luego caen troncos y ramas que golpean contra el vehículo. La vía se hace intransitable. Tememos que se produzca un deslizamiento, en cuyo caso no habría forma de escapar. Con los nervios rotos, mi mujer entra en pánico; quiere bajarse del coche a toda costa. Por fortuna, a los pocos minutos, logra controlarse.                                                                                                 

           

     La caravana se detene. Presos entre las tractomulas, sin  poder salir y  recibiendo los  impactos de  las  piedras, empezamos  a  desesperarnos.  María  reza  en voz  alta  y  yo para mis adentros.  Rogamos  que la  fila se  mueva,  que  deje de llover, que podamos salir; cualquier cosa menos seguir en esta  trampa mortal.

 

     Maniobro con sumo cuidado. Con marchas y reversas, palmo a palmo, el coche va girando. Cuando por fin consigo ponerlo de través, los vehículos que vuelven no nos dan paso, deseosos de escapar. En un instante me decido, meto la trompa, acelero despacio y tuerzo el volante a la izquierda. Coleamos al patinar sobre el barro, justo al borde del barranco. Finalmente, quedamos en la dirección correcta. Aunque me cuido de no comentarlo, durante unos terribles segundos sentí que había perdido el control del vehículo. Pensé, con horror, que caeríamos al vacío.

 

     Advertimos que no están pasando vehículos en sentido contrario. Esto sólo puede significar una cosa: ¡la carretera está cortada! Entonces empiezan a subir coches haciendo sonar sus bocinas. “¡Derrumbe, derrumbe!”, gritan sus ocupantes, con las ventanillas entreabiertas. Hay que dar la vuelta como sea y regresar. Lo tenemos  complicado pero hay que intentarlo; es la única vía de escape.

 

     Los camiones no tienen espacio de maniobra para volverse. Sus conductores pasarán la noche en la montaña, arriesgándose a ser sepultados por un alud. Alumbrada por los relámpagos, la caravana ofrece una imagen tétrica y hermosa. La naturaleza está ganando la partida.

 

     Con menor intensidad, la lluvia continúa mientras desandamos el camino. Abandonaremos la carretera y buscaremos refugio en el poblado más cercano. A pocos kilómetros está Titiribí, un pueblito cafetero que lleva el nombre de un antiguo cacique. Se cuentan historias de matanzas entre familias que se disputaban unas minas de oro. La gente por aquí es pobre, alegre y hospitalaria.

      

     A manera de bienvenida, un viento frío arrea las nubes. Cesa de llover y las estrellas brillan nuevas en un cielo azul profundo. Es tarde, apenas se ven unas pocas casas con luz en las ventanas. Junto a la iglesia, en una cantina misteriosamente abierta a estas horas, un campesino, envuelto en su ruana, nos indica dónde podrìan darnos posada.

 

     Dejamos el coche y caminamos hasta una casa humilde, con balcones y techo de tejas. Nos recibe, muy amable, una mujer de edad indefinida. Otros han llegado también por el derrumbe, nos dice, mientras arregla una cama y un catre desvencijado. Dormimos vestidos, muertos del cansancio y el miedo que pasamos. 

       

     Por la mañana, el sol nos anima bastante, un aire helado nos despeja. Un chocolate caliente con arepas hacen el resto. Renovados por la lluvia, los guayacanes muestran orgullosos sus flores amarillas. La vegetación estrena infinitos tonos verdeazules.

 

     Mientras escuchamos las noticias en la radio, a la plaza de Titiribí van llegando campesinos que instalan sus puestos a la sombra de un gran árbol, junto a la iglesia. Conversamos con ellos, nos contagiamos de su espíritu jovial. Les compramos chirimoyas, aguacates y bocadillos de arequipe.

 

     A  mediodía  anuncian que  el derrumbe  está despejado  y  se puede transitar, con mucho cuidado. La noticia triste  es que una camioneta  ha sido  arrastrada al abismo, muriendo sus dos ocupantes. Rezamos en  silencio por esas almas; de no haber salido a tiempo, también nosotros podríamos haber corrido igual suerte.

 

     De buena gana nos quedaríamos disfrutando del pueblo y su gente pero debemos continuar  viaje. Nos despedimos de nuestros ocasionales amigos y partimos. A medida que nos alejamos, Titiribí se va haciendo más y más pequeño, hasta que ya sólo se ven la torre de la iglesia y unas casitas, como manchas de colores, sobre el fondo verde de los cafetales.