Solución maestra
Gabriela Cortés
Hoy discutí con Manolo. En la casa, los gritos cesan mientras él se va a trabajar, y yo me quedo sola aprendiendo el idioma de este país. Las peleas son parte de nuestra vida desde que nos casamos, hace diez años. Esta vez fue porque Manolo tiene la estúpida manía de dejar el pan destapado y meter sin tapa los chiles en el refrigerador. Lo detesto: agarran un sabor a todo, menos a picante. Mis ojos se llenan de lágrimas a cada rato. Pero no quiero que me vea llorando por unos chiles: se burlaría de mí, como siempre. Me escabullo al patio y riego las plantas, mientras calmo mis suspiros y sollozos.
Las matas agradecen el agua soltando su aroma; tengo de todo tipo. El olor del epazote me recuerda a México (en específico, a la casa de mis padres). Mi mamá corta un trozo para hacer un caldo de pollo mientras, en la sala, a mi papá se le saltaron los ojos al ver el 7.5 en química. Fue un triunfo obtenerlo. Solo dos habíamos pasado el examen, y yo tuve la calificación más alta. Cuando la vi, supe que para mi padre no sería suficiente. Lloré en ese entonces, y lloro ahora: me sentía tonta; hoy, abrumada, enojada. Un sabor amargo inundó mi boca; vino a mí otro recuerdo: mi mamá me obligaba a masticar hierba maestra cuando le contestaba mal o para que dejara de hacer berrinches. Ahorita quizá me hace falta; debo estar exagerando.
Cierro la llave, lavo mi cara y regreso al comedor. Ahí está Manolo, dando pisadas nerviosas, molesto, como si yo fuera la del problema. ¡Caray, no puede entender, debe tapar los chiles! Aviento un libro a la mesa de centro. ¿Es tan complicado? Respiro profundo; la paz se va de mi rostro. Me hundo en el sillón; él está viendo su tableta. Yo ahí, como si no existiera. La forma de cruzar las piernas de mi marido es similar a la de mi padre. Frunzo la ceja. Solo le hacen falta la fuerza y la estatura: soy superior en ambas.
Recuerdo a mi papá leyendo su periódico; luego, bajándolo hacia sus piernas de un solo jalón. Venía el regaño. Sus palabras aún resuenan en mi mente: “Esto sucede cuando, en lugar de estudiar, te pones a leer pendejadas”. Suspiré. En aquel tiempo, no quería comer; dormía mal. Mis pocos amigos me dejaron de hablar por haber pasado el examen o quizá porque le había pegado a la chica más popular del colegio.
Resoplo. Me voy a la cocina a preparar la cena. Cocino calabazas con epazote y queso. El olor es rico, como el de mi casa. Estoy tan lejos de esta… del otro lado del mundo. Abro el molde de chiles: huele a mi abuelita, que está desayunando sonriente en su cocina. Suspiro.
Manolo se sienta a cenar conmigo. Gruñe al ver el plato: “¿De nuevo esa hierba corriente? Tienes treinta días que a todo le echas chiles y le pones esa planta. ¿No te enseñaron a cocinar otra cosa? ¡Inútil!”. Me arden las mejillas, y el calor se acumula en la frente. Se me ahogan las palabras; no sé qué contestarle.
Avienta el plato al fregadero y se va fumar al patio. Las manos me sudan; mi pierna se mueve como si quisiera pegar la carrera. No consigo calmarme. Los insultos vienen a mi mente, pero ya ha pasado un rato; no me animo a gritarlos. Me duele la garganta.
Doy vueltas en la sala; el olor del cigarro invade la casa. Quisiera irme, pero no conozco a nadie, ni tengo dinero. La cabeza me punza. Mi respiración es agitada. Voy al patio y arranco todas mis plantas; las tiro a la basura bruscamente. Manolo me ve con los ojos desorbitados; me grita: “¡Loca!”. Se da la media vuelta para meterse a la casa. Seguro va a hacer sus maletas otra vez. Tampoco quiero que se vaya.
Arranco un trozo de hierba maestra; lo persigo hasta llegar al cuarto y me trepo a él por la espalda. Le embarro la planta en la boca con fuerza; él se agita. Quiere quitarme de encima. No lo logra. Su cuerpo delgado se desvanece. Por fin viene la paz; se ha callado. Su cara ya no está molesta. Le cierro los ojos y me voy a cenar.