Salina
Shawnny de la Cruz
“Sólo quedan 14 días”, pensaba Ángela mientras fumaba uno de los cigarros de contrabando que había obtenido de “la Rata” a principios de esa semana.
Últimamente, las cosas en Cruz del Este estaban algo tranquilas; las presas habían conseguido pasar una semana sin apuñalamientos, peleas a puñetazos por jugar en la cancha de baloncesto y sin reyertas en general. Era casi aburrido, algo inverosímil de pensar cuando te encuentras cumpliendo condena en una cárcel. Ángela se giró en el banco del patio donde estaba acostada, para mirar a dos presas que estaban discutiendo a viva voz a unos metros de ella. Amy, una de las presas que discutía, metió disimuladamente su mano derecha en el bolsillo del pantalón, y Ángela pudo vislumbrar sin mucho esfuerzo la punta afilada de un cepillo de dientes.
“Ahí se termina el récord de la semana”, murmuró Ángela para sí misma, mientras se incorporaba hasta mantener una postura sentada en el banco. Mientras se levantaba para poder estirar las piernas, vio por el rabillo del ojo que dos vigilantes ya se habían acercado a las dos presas y procedían a separarlas, antes de que la discusión terminara en sangre.
Llevaba encerrada en Cruz del Este cuatro años por robo y malversación. Cuatro años viviendo en ese infierno de cárcel, sin apenas contacto con el mundo exterior, salvo por las visitas puntuales de su hermana Sara, e incluso ella últimamente no venía a visitarla. Tiene que ser difícil sentarse en un vis a vis con tu hermana pequeña, sin poder gritarle a viva voz lo estúpida que era por haberse arruinado la vida así y que esta no pareciera arrepentida por las decisiones que había tomado, salvo las que habían provocado que la pillaran finalmente. ¿Y qué quería Sara que hiciera?, ¿que se echara a llorar cada vez que la visitaba?, ¿que intentara llamar nuevamente a sus padres, para que le colgaran el teléfono? La última vez que intentó ponerse en contacto con su madre, esta le colgó después de empezar la conversación con “Hola, mamá…”. Si había un rasgo común que compartía con su hermana era la tozudez y la terquedad, por tanto, Sara sabía que ella no suplicaría por atención o por un cariño que ya se había extinguido por parte de sus padres.
Ángela llegó hasta el límite del patio y observó el cielo: estaba atardeciendo. Estaba pintado con tonalidades naranjas y rojas, “Es precioso”, pensaba Ángela para ella misma. Esos atardeceres le recordaban a los que veía con su hermana cuando eran pequeñas en la playa de San Juan; se quedaban tiradas en la arena para ver atardecer sobre el mar, algunas veces hablando de todo: el instituto, los chicos, las chicas, los amigos… y otras veces, sin apenas pronunciar palabra, simplemente disfrutando de la compañía de la otra en silencio.
La chica bajó su mirada despacio del cielo para observar los alambres metálicos que se alzaban desde el suelo, y la sonrisa suave que se había formado en su cara al pensar en aquellos recuerdos se difuminó de golpe. Esas rejas eran un vivo recuerdo de su presente, como si necesitara más recordatorios aparte del pijama azul oscuro que vestía cada día o abrir los ojos cada mañana para comprobar que seguía en su celda.
A veces Ángela soñaba con cruzar esas verjas; en sus sueños, ella trepaba por ellas, llegaba hasta la otra parte y echaba a correr, incluso teniendo sus manos casi en carne viva por los cortes que le había producido el alambre. Ella seguía corriendo. Hasta que al final de su camino, percibía el olor salado del mar…
Un estruendo la sacó de su ensoñación: era la alarma que indicaba el fin del “recreo” y les avisaba que tenían que ir adentro. Al girarse, vio cómo los vigilantes ya daban órdenes a las presas, para que se fueran movilizando. Ángela volvió a girarse para contemplar el cielo anaranjado manchado por la vista de los alambres metálicos. Qué contradicción: ahí estaban dos cosas que jamás deberían mezclarse.
Y, con ese último pensamiento sobre playas, Sara y cielos cubiertos de alambres, se dio la vuelta, pero antes se aseguró de no derramar ninguna lágrima de sus ojos acuosos antes de volver a entrar.