¡Pobre Amanda!
Darwin Redelico
¡Amanda! ¡Amanda! ¿No ves que me caí? Ayudame, hacé el favor. ¡Qué muchacha distraída!
¡Ay, qué dolor! No sé si no me descaderé. Servime una copita de vino. ¡Y no me hagas caras! Tendré 91 años, pero todavía veo bien. Sí, ya sé que no desayuné todavía, pero es lo que me calma. No llames a mi hijo, no quiero molestarlo. Anoche hablé con él; yo lo tuve que llamar como siempre, porque esa conchuda que tiene por esposa lo tiene controlado y no quiere que hable conmigo. Lo deja venir solo para mi cumpleaños y un ratito en Navidad. Y ella siempre con esa cara de culo…
¡Amanda! ¿Qué me diste? ¡Es el cavernet! Sabés que me gusta el tannat. Bueno, ahora me lo tengo que tomar. Pero vení y servime otro, el que me gusta a mí. Criá un hijo y mirá cómo te pagan. Bueno, ¿vos qué sabrás de eso? Si seguís así, te vas a quedar a vestir santos.
¡Amanda! ¿Dónde te metiste, muchacha? Te pedí otra copita. ¡Y no me hagas caras! Estaré vieja, pero todavía veo. ¿Dónde estabas? ¿En mi dormitorio? ¡Mirá que me doy cuenta cuando me escondés las bombachas! Como te decía, lo que me costó criar a ese muchacho… Mirá que era bobo de chico. Y encima haragán: no quería trabajar. Se la pasaba en la cama. Una vez, cuando llegaba mi finadito esposo (Dios lo tenga en el Cielo), le dije: “¡O tu hijo se busca un trabajo o se va de la casa!”. Y el finadito se sacó la bota de cuero que tenía puesta, le apuntó al atorrante de mi hijo, ¿y sabés que le tiró con tan buena puntería que le partió un diente? Y eso que venía borracho. ¡Pero qué buen padre que era!
¡Amanda! Servime otro vinito. ¡Dale, nena! ¡Derechito salió el muchacho! Las palizas que se comió… pero fue todo por su bien. ¡Amanda! ¿Hace cuánto no pasás el trapo por la cómoda? Mirá que sos vaga… ¡Y no me revolees los ojos, que me doy cuenta! Mi hijo es bueno, pero medio tarado para elegir mujer. Antes de casarse con esta yegua, me acuerdo de cuándo nos trajo a casa a aquella morochita, flaquita y chiquita. Así como vos, ¿viste? ¡Ay, Dios mío!, ¡qué cosa tan fea! Diga que no le duró mucho.
¡Amanda! ¿Qué le pusiste a la tarta? Anoche me dio ganas de cagar; casi no llego al baño. Si dejé todo sucio, no se lo cuentes a la cotorruda de mi nuera, que después me anda criticando por ahí. Y no me hagas gestos. ¡Yo sé que vos le contás todo! ¡Negra chismosa!
Como te decía, ¡qué buen padre el finadito! Fue un ejemplo para su hijo; cuando había que enderezarlo, no ahorraba en darle una golpiza, aunque lo dejara en cama. Y bueno, Amanda, no es fácil criar un hijo. Pero qué sabrás vos que, si seguís así, no vas a tener ninguno. Lo que más me dolió es que no fuera al funeral del padre. Seguro que fue por esa desgraciada que le llenó la cabeza de ideas raras.
¡Amanda! ¿Cuándo tenía médico? Quiero que me dé algo para esta cagadera. ¡Qué más querrán vos y todos los demás que me muera pronto! Después no los quiero ver llorándome por ahí, cuando esté muerta.
El único defecto del finadito era que le gustaba el chupi. En el trabajo le decían “lámpara antigua” porque, sin alcohol, no servía para nada. La bebida lo ponía violento; a veces me la ligaba yo también. Pero, cuando se le iba la borrachera, me pedía perdón. Decía que me quería y se ponía mimoso. Pero que sabrás vos, que te deben decir “gallego sin manos” porque no cogés nada. Lo único que nunca le perdoné al finadito es cuando me engañó con mi prima. Yo entiendo que los hombres tienen sus necesidades, ¡pero con mi prima! A ella en el barrio le decían “pala” porque se la vivían enterrando. ¡Amanda! ¿Ya son las diez de la mañana? ¡Ay, qué rápido se me pasó la hora! ¿No se te pasó rápido a vos también? ¡Amanda, no me hagas muecas, que te estoy viendo!