París, tú y yo
Darwin Redelico
Querido amigo, si pudieras leer esta dedicatoria no dudo de que te dominaría una sensación de pasmo y porque no, de cierta incomodidad dado el carácter humilde de tu ser.
Quizás objetarías que, antes y después de ti, habré de entrelazarme con otros como tú. Y también manifestarías que localizar nuestro vínculo en la bella París, donde se han tejido tantas historias de amor y fraternidad, pueda presentarse algo cursi.
Pero es que tú estás íntimamente ligado a esta ciudad. Ésta es una historia de nosotros y de París, y por ello hago tatuar en mi alma este vínculo eterno.
Debo ser honesto, no había advertido tu presencia en los primeros días del viaje más deseado de mi vida. Siempre he sido un ser muy introvertido. No me ayuda la apariencia de hombre excedido en años y peso, carente de carisma con los varones y de atractivo con las mujeres. Seguramente argumentarías que no es cierto, pero es que tú, un ser de extrema calidez, has visto en mí cualidades que los demás no, a pesar del poco tiempo que hemos compartido.
¿Qué tu si ya me habías observado? Mientes para hacerme sentir bien, te conozco. Las horas y los paseos se fueron sucediendo. ¡Por Dios! Les Champs Elysees, Le Petit Palais, Le Sacre Coueur. Y en medio las colaciones.
Si, las comidas parisinas. Recuerdo que el resto de los turistas adoraban las viandas vulgares. Pero tú y yo tenemos gustos primorosos. Nada se comparaba a las carnes, aunque el momento del clímax, si me permites el vocablo, eran los quesos. Dios es francés, y quesero.
El paraíso lo alcanzábamos con los vinos. Bien podría adivinar tu rostro de placer al entregarte al lujurioso placer. Y yo más sentía tu presencia, más amplio, más firme.
Recuerdo el momento en que te revelaste ante mí, allí comprendí todo. Hasta entonces lo había intentado ignorar, pero fue imposible. En un momento de relax en el Louvre, observando esas maravillas, te expresaste sin rodeos. Instintivamente llevé mi mano sobre ti, cerré los ojos, comencé a acariciarte en círculos y yo también hallé la paz. No me importó que los demás nos escrutaran, o que por lo bajo se rieran, solo sentíamos que el tiempo se detenía a nuestro alrededor.
Apuesto a que muchos que me conocen, o no, de toda la vida y hasta algunos que estén ahora mismo leyendo este panegírico, piensen que tú y yo somos de la misma naturaleza. Pero lejos de avergonzarme, me llena de orgullo y de energías para seguir con mi vida.
A medida que nuestro vínculo crecía, también nuestra complicidad. En este preciso momento estoy sonriendo al rememorar aquel día cuando descendíamos por el ascensor con una pareja de veteranos estadounidenses, y tú te manifestaste de aquella manera muda y aromática que solo tú podías hacer, y yo con mi mejor cara inexpresiva intentaba disimular el bochorno.
La última noche no fue fácil. Estábamos en la cama, cómo no recordarlo, cuando a mitad de la noche siento tu sueño incómodo, estabas por demás inquieto. Incluso temí que te querías escapar. Me desperté y me levanté, encendí la luz, suavemente te acaricié y tú exhalaste un largo ronquido y hallaste la calma.
Pero aun así intuíamos que el final era inevitable. Siempre tuvimos claro que lo nuestro era pasajero, yo debía retomar mi vida al regreso y tu tenías un destino que cumplir. Y con dolor aún recuerdo esos últimos instantes, con las valijas ya armadas y sin el valor suficiente para confrontar nuestros designios.
Tomaste la iniciativa, y yo queriendo afrontar el momento que se avecinaba decidí desvestirme. No recuerdo si lo aceptaste o no. Lo cierto es que me senté, y me entregué al ritual de la despedida. Una mezcla de dolor y goce como no recordaba. Al acercarse el momento cumbre el sudor y las lágrimas se derramaban, y en medio de la escena celestial una fragancia propia del infierno lo corrompió todo. Y por delicadeza aquí decido atesorar en mi intimidad algunos detalles acerca de cómo te alumbré.
Solo en ese instante me atreví a mirar hacia atrás, y por primera vez observar tu bronceado, lustroso y cálido rostro no exento de firmeza, que desde abajo me imploraba.
Y tomé coraje para presionar el botón del inodoro y recibir el último adiós a manera de danza en el remolino de las cristalinas aguas de París.