Paris, mon amour
Carmen Pérez
Por mucho que mire la pantalla de salidas, el vuelo a París no indica ningún retraso. Y eso que lo reviso cada dos minutos. Tan solo queda media hora para embarcar, y Paula sigue sin dar señales de vida. Tres horas llevo aquí esperándola. Reconozco que ha sido todo un poco precipitado pero, al fin y al cabo, era lo que ella quería. Anda que no lleva tiempo pidiéndome que deje a mi mujer, que rompa con mi familia, que empiece una nueva vida con ella. Y, cuando me decido, va y desaparece.
Cojo el móvil: nada, ni un mensaje nuevo, ni una llamada perdida. Esta mujer ¿dónde se habrá metido? Vuelvo a marcar su número. Imposible. Se repite el maldito audio: “El móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura”. ¿Se habrá quedado sin batería? Ya lo dudo, si no tiene ni tres meses el aparatito, el último modelo de iPhone, que precisamente le regalé por nuestro segundo aniversario. ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo! Me asalta el recuerdo de nuestro primer encuentro en mi despacho: veinticuatro años de espléndida mujer, recién salida del horno universitario, cursando un máster para el que necesitaba unas prácticas autorizadas en una multinacional. Ella, nerviosa, mostraba sus documentos: currículum, calificaciones y diplomas varios; mientras yo, que parecía un adolescente más que un alto ejecutivo, le ofrecía un contrato en prácticas y mi corazón, todo en uno.
Paula llegó a mi vida justo en el momento en que mi matrimonio había empezado a naufragar. Mi madre llevaba unos seis meses viviendo con nosotros y, ese simple hecho transformó a mi mujer en “Lady Reproches”: “Enrique, no hay quien aguante a tu madre”; “Enrique, tu madre me ha dicho esto y lo otro”; “Enrique, tu madre no deja en paz a los niños”. Y así, día tras día, noche tras noche.
Es cierto que mi madre tiene su carácter, nadie lo discute y, desde que falleció mi padre, se le acentuó un poco más. Pero es que Kety tampoco tiene paciencia con ella; le digo que es cosa de la edad, que la pobrecilla no lo hace con mala fe; más bien quiere ayudar y sentirse útil. Y se me pone como una fiera. Me dice que de eso nada, que es una metomentodo y que, desde que éramos novios, no la traga, que nunca le gustó que nos casásemos, que nunca la quiso. Pero ¿cómo no la va querer? si siempre le está diciendo “cariño”, “cielo”, “bonita”… ¡Vamos, que mi madre es “supercariñosa” con ella! Y ya no digamos con los niños, siempre pendiente de ellos.
Vuelvo a mirar el reloj por enésima vez. Quedan quince minutos para que cierren la puerta de embarque. Pues si se ha pensado esta que me voy a quedar aquí, va lista. Después del pollo que he montado en casa, no puedo ni pensar en volver. La verdad es que ha estado un poco feo dejarle la nota de despedida a Kety encima de mi almohada. Pero fue ella la que me puso entre la espada y la pared: “O tu madre o yo”, me dijo. ¿Cómo voy a decirle a mi madre que se vaya? Y por otra parte, estaba Paula… Claro, estaba la muy puta, que me ha dejado tirado como una colilla.
Soy el último pasajero que queda por embarcar. Miro hacia atrás con esperanza, pero nada, no hay nadie en el horizonte. ¡Mierda! Subo al avión renegando; una amable azafata me acompaña a mi asiento, de muy buen ver, por cierto. Le guiño un ojo y no le hace ascos… bueno, parece que sí va a ser verdad que comienza mi nueva vida.
Paula, que ha pasado la noche llorando en casa de su madre, se levanta a la hora de comer y enciende la televisión; se queda lívida cuando comienza el telediario con la siguiente noticia:
Trágico accidente del vuelo de Air France que despegó esta mañana de Madrid con destino a París. El avión ha desaparecido mientras sobrevolaba los Pirineos; no se espera encontrar supervivientes.