Jordi Ibars
¿Oro? ¿Qué oro?
En algún lugar de España,
en un futuro de los malos el peor…
… Nocilla y Tigretón guardaron el vehículo robado dentro del gimnasio de la escuela, bajo el amparo y el silencio de la noche.
–¡El Director os aguarda en su despacho! –Les ladró el conserje mientras cerraba el portón, dejándolos fuera–. ¡No le hagáis esperar! –Gritó desde el otro lado.
Cruzaron el patio y la cancha de juegos, enfilando hacia el edificio principal, un bloque de hormigón que se alzaba gris y lúgubre en mitad del recinto. Una escuela abandonada en apariencia, pero que seguía prestando su servicio a la comunidad como bien podía. Escena que se repetía hasta la saciedad a lo largo y ancho del país, en detrimento de los centros reservados a las élites más selectas de la nación. Aunque, por supuesto, aquello era un secreto. Un secreto a viva Voz.
Una vez dentro, se dirigieron hacia el despacho, recorriendo pasillos oscuros como boca de lobo. Mas, ellos no necesitaban de ninguna luz que los guiase en el camino, acostumbrados como estaban a las severas restricciones de recursos que sufría el país. Además, conocían la escuela como la palma de su mano.
Tras la puerta les aguardaba un anciano delgado, de tez pálida y ojos hundidos, cuya silla de ruedas parecía ya parte de la habitación, pues rara vez salía de ella. Era el Director, el cual los recibía con una amplia sonrisa en su arrugado rostro, que pintó un sinfín de sombras a la luz de las velas repartidas por toda la estancia.
–Nocilla. Tigretón. Mis alumnos predilectos. Me alegro de volver a veros. ¿Cómo han ido los deberes? –Les preguntó.
–No más difíciles de lo habitual –respondió Tigretón–. Esperamos en el punto seguro hasta la llegada de la noche, antes de venir hacia aquí, tal y cómo nos dijo.
–Sin embargo… –le interrumpió Nocilla, quién depositó un pequeño frasco de cristal encima de la mesa.
–¿Sí, pequeña? –Dijo el anciano.
–Usted dijo que el objetivo era un transporte cargado de oro. Pero esto fue lo que encontramos; cajas y cajas de lo mismo. ¿Podría decirnos qué tomadura de pelo es ésta, sea lo que sea?
El Director tomó el pequeño recipiente entre sus manos temblorosas y, sin dejar de sonreír, dijo:
–Lo tenéis ante vosotros, chicos.
Nocilla y Tigretón se miraron, sin acabar de comprender.
El anciano levantó una mano, instándoles a guardar silencio.
–Esto es un frasco de cristal polarizado, lo mejor para proteger el contenido de la luz, el aire y la temperatura, y que así conserve mejor sus cualidades únicas e irrepetibles. Fijaos qué color tan magnífico; entre el amarillo y el verde manzana. Un color ideal que demuestra lo más importante: que está en óptimas condiciones.
Dicho esto, y en un acto que cogió desprevenidos a la pareja, el anciano rompió el sello y destapó el frasco…
… dejando que el aroma afrutado, intenso y fresco que había en su interior se expandiera por toda la estancia.
A continuación, abrió uno de los cajones que tenía junto a él, y depositó un plato con una hogaza de pan, de la que empezó a cortar varias rebanadas.
Por último, vertió sobre ellas una fracción del amarillento líquido y las tendió a los dos muchachos.
–Comed, no os dé vergüenza alguna. –Anunció, pletórico.
–¿Qué… qué es esto, señor? –Preguntó Nocilla nada más probar un bocado.
Tenía las mejillas encendidas y los ojos llorosos, lo mismo que su compañero, a lo que el anciano volvió a sonreír.
No obstante, esta vez su sonrisa ocultaba un regusto amargo ubicado en el velo del paladar, que nada tenía que ver con lo que estaban comiendo. Los tiempos eran los que eran y habían convertido el mundo en un lugar muy distinto cómo era en su juventud. Uno en el que las nuevas generaciones posiblemente nunca descubrirían muchos de los placeres que la vida le había ofrecido a él. Placeres como el que estaban disfrutando hoy, y el resto de la escuela a partir de mañana.
Pues aquello era el oro que la tierra había brindado al mundo durante siglos.
Oro líquido virgen extra.