No es oro todo lo que reluce

Leire Mogrobejo

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El perfil de Éric en las aplicaciones de citas era muy visitado: el atractivo y perfecto soltero de oro en edad de ser padre, que ejercía de arquitecto (desde hacía más de quince años) en el último piso de la Torre Espacio. Le gustaban las mujeres como Mamen: atrevidas, maduras e independientes, con ganas de divertirse y con una buena conversación. 

Había reservado, para la ocasión, una suite en el hotel Ritz. Mamen había hecho el trayecto en coche desde Zaragoza. Acordaron que llegaría al hotel vestida únicamente con una gabardina trench, y que entraría en la habitación con los ojos vendados. El propósito de este juego era amplificar los sentidos porque, cuando inhabilitamos uno, duplicamos la sensación del más buscado. 

¡Toc, toc! Silencio. Mamen empuja la puerta que está entreabierta; con su mano izquierda acaricia el vacío y, con la derecha, la cierra. Se adentra en el pasillo, tanteando la pared; percibe una luz a través de su pañuelo de seda. Su respiración se acelera.

—¿Eric? 

—¡Shhh! —Eric toca delicadamente con la punta del dedo índice, los labios de Mamen; lo desliza pasándolo por su cuello en dirección de sus pechos (no se para). Mamen retiene la respiración, se muerde el labio inferior. 

Con la destreza de sus dedos, suelta el lazo de la gabardina, y con sus viriles manos la despoja de su envoltorio, como a un caramelo a punto de derretirse. Un escalofrío le invade al contacto de su lengua, que recorre cada milímetro de su piel, hasta que se topa con la dulzura de sus duros pezones. La acerca a la cama, la tumba, le ata las manos al poste con dos pañuelos de seda; comprueba que están bien prietos. Se baja de la cama para agarrarla por debajo de las nalgas y la desliza hacia él, le retira su minúsculo string con delicadeza. 

De la cubitera saca un hielo, lo mete en la boca y lo deshace  con el calor de su lengua. Se posiciona sobre ella (sin tocarla con su cuerpo), agacha su cabeza hasta llegar cerca de su boca, deja caer el agua fría sobre sus labios. Mamen suelta un gemido: le gusta; ella abre su boca como alma sedienta. Se besan apasionadamente. 

Quiere soltarse, quiere tocarlo; es un delicioso suplicio… Eric se regocija viendo a su amante; coge otro hielo y, esta vez, juega con él sobre su hambriento cuerpo estremecido. Mamen le suplica que ponga fin a esta explosión de extremo placer. Eric obedece besando sus partes íntimas; es la hora de mostrar la destreza de su lengua. Mamen convulsiona, una, dos… Eric se para; con su lengua recorre todo su cuerpo, hasta llegar hasta su boca. Ella le corresponde. Mamen enlaza el cuerpo de Eric con sus piernas, forzándolo a posar su verga sobre su piel. 

Ella le suplica con cada poro de su cuerpo que quiere que le dé todo ese placer contenido; siente que va a estallar. Eric sabe que es el momento de penetrarla: el juego ha durado tanto tiempo que los dos llegan al clímax con suma rapidez. No le miente: jamás un orgasmo ha sido tan intenso para ella.

—Me puedes desatar ahora? —ruega jadeando; quiere mirarlo a los ojos, besarlo y abrazarlo. Desea dormirse en sus brazos…

—No hemos acabado aún, preciosa; esto es solo el principio. 

—Pero quiero que me quites el bando de mis ojos: quiero ver tus ojos, besar tu cuerpo… 

—¡No! —grita. 

—¡Sí!, ¡no me puedes obligar! —suplica. 

—No lo haré: es mi juego, y yo llevo las riendas. 

Mamen empieza a sentir miedo… pero lo convence de que le desate las manos y le promete que no se quitará el bando. Eric cede, pero Mamen no se quedará  a oscuras por mucho tiempo. Ella se pone sobre él; empieza a juguetear y, cuando Eric está a punto de caramelo, Mamen se deshace del pañuelo…

Eric no es el soltero de oro de su perfil: es un horrible viejo asqueroso, con una voz de ensueño y con una táctica bien estudiada. Se siente sucia, engañada, avergonzada y estúpida; recoge su ropa y escapa corriendo sin decir una palabra.