Milico

Gilberto Naranjo

Los fluorescentes del pasillo parpadean descompasados. Se vuelven a encender con esfuerzo. Primero palidecen durante un rato, y después, lanzan un latigazo sonoro, antes de sacar una luz blanca. Gélida como el dolor profundo, como el témpano de la muerte.

Infinitas puertas se suceden hasta el fondo. En cada una: un grito de terror distinto. 

El rostro seco del teniente desvela, al golpe del macabro juego de luces, sus angulosas facciones. Recio, frio, implacable. 

Dentro de uno de los cubículos: un hombre desnudo cuelga de una cadena. Los estertores de dolor hacen resonar sus eslabones. Tiene la cabeza hundida y llora. El teniente baja sus ojos de vidrio, ojos que esconden susto. Se gira hacia la mesa, toma un largo trago y pone música de Piazzolla.

Cuando le pone la capucha, el torturado se mea.

 

Frente al espejo, Sonia maquilla sus marcadas ojeras, se pone una peluca rubia platino y mancha sus agrietados labios con rojo carmín. A la sombra de una farola, la espera un auto negro para llevarla al encuentro con el teniente. Él le ordena que se desnude, sin mirar. En la cama, la fornica con dolor. Desahoga su furia hasta que sus ojos se inundan, entonces la intenta mirar, pero ella vira la cara, mostrando su peluca de esparto.

 

En casa, su beatísima señora lo espera frente a un televisor en blanco y negro. La cena está fría.

—Estoy escalando puestos en la capitanía, como vos querías.

—Tú ya sabés lo que yo quiero.

 

La escena se repite cada día. Los impulsos del teniente se vuelven cada vez más cómplices. No puede dejar de mirarla…, y esperarla. El frío templo de Sonia recibe las migajas de afecto con sorpresa. Cuando terminan juntos, se miran. El teniente repara en la peluca y se la quita con ternura mientras ella gira su cuerpo, para mostrarse entera por primera vez. El teniente se dirige a la cena fría dejándose arrastrar por la rutina como un robot.

 

En el cocktail de recepción, el capitán aprovecha el momento para advertirle:

—En la diversión hay que saber variar. Usted está arriesgando la confidencialidad de nuestra misión. Por suerte, ya he puesto remedio.

Los ojos vidriosos del teniente se quedan clavados, con el gesto rígido. 

Aquella noche, por la ventana del coche negro de la farola sonaron dos tiros.

 

Cinco meses más tarde, los ojos vidriosos del teniente pasean un hondo penar. Con la cara pegada al cristal de un ómnibus, pasa Sonia. Las profundas ojeras marcan su destino. Está embarazada.

El teniente coge un taxi y la sigue. Ella, al bajarse, se lo topa de frente. Mete la mano en su bolso y se aferra a unas tijeras.

—Pensé que nunca la volvería a ver. ¿Cómo estás?

—¿Usted no sabe lo que me paso…?, estoy viva de milagro.

—Yo no tuve nada que ver —coge sus manos—. ¡Te lo juro…! Me llamo Gerardo.

—Yo, Sonia…

 

Sonia se siente arropada en el piso. Está recibiendo el cobijo necesario para cuidar su prominente gestación. En la cama, después de hacer el amor, Gerardo la advierte:

—¡Nadie debe saber que estás aquí! No pueden relacionarte conmigo. Mi carrera, tu vida y la mia están en serio peligro. Esta vez no van a fallar. Si no cometés ningún error, no tiene porqué pasar nada. Voy a cuidar de vos.

—No estoy segura de que el bebé sea tuyo. —Dice Sonia. 

Gerardo la besa en la boca y se va.

 

El día que Sergio va a visitarla, no se lo puede creer. Con la calle que ella tiene, no entiende como ha accedido a vivir en el pisito que le ha puesto un hombre casado.

—¡Si es un milico! Y seguro que torturador.

Lo único que sabe Sonia es que nunca nadie la había tratado así. 

—Al menos dime su nombre —le exige—. Es sólo para protegerte.

 

Hace ya mucho que los hombres del capitán rondan al teniente. Incluso saben que ha comprado boletos a Panamá, para marcharse con Sonia y el bebé.

 

Cuando Gerardo se dirige al hospital, los tupamaros lo están esperando, pero no saben que están siendo vigilados. A la orden del capitán, los cosen a balazos.

 

—Fue esa mina quien te delató. Pertenecía al comando. ¡Resuelva esto de inmediato! —El capitán le da una orden directa al teniente.

 

Gerardo entra en la habitación de Sonia llorando de pánico. 

—¿Qué has hecho? Te dije que debías ser discreta.

Ella grita horrorizada mientras que Gerardo le tapa la cabeza con la almohada. El sonido del disparo mancha las sábanas de rojo.

 

Más tarde, entra en su casa y le entrega el bebé a su esposa.

—Ya tenés lo que querías.