Darwin Redelico
Los motivos de Luisina
I
La camioneta estaciona a dos cuadras de la casa de Luisina. Ésta última, sentada en el lugar del acompañante observa el entorno a través de los vidrios espejados en busca de caras conocidas. Acomoda el espejo delantero, se observa detenidamente en busca de rastros del maquillaje que llevaba puesto minutos antes. En su lugar, ve las primeras arrugas y las canas que delinean su nueva geografía.
Se recoge el cabello y forma con él un insípido moño. Abotona su blusa hasta el cuello, a la que da una última revisada, al igual que a su pantalón gastado y sus zapatos sin tacos. Se asegura de que no haya manchas. Fija nuevamente la mirada en el espejo para detenerse en sus labios y dentadura. Mastica un chicle de menta fuerte.
A su lado, Rafael enciende el celular y revisa si tuvo llamadas. Abstraído, relojea todos los movimientos de la calle, ajeno a la rutina de su acompañante. Cuando ésta se halla lista, lo observa atentamente en espera de algún gesto o señal de afecto, sin embargo, éste le retacea el contacto visual. Finalmente, se dan un burocrático beso en la mejilla acompañado de la promesa de llamarse.
Dos horas antes
En la semipenumbra de la habitación de un hotel, ella sale del baño con un disfraz de monja. En su mano izquierda una biblia, y en la derecha un látigo. Como parte del decorado de una sala de torturas medioeval hay un cepo, y atrapado en él, un hombre desnudo.
Luisina y Rafael están en medio de otro juego de roles. Tiradas en el piso dos botellas de vodka, mientras surca el espacio la espiral de humo de las velas encendidas. Cerca del caballete quedaron los teléfonos apagados y una raya de cocaína.
Rafael hoy no logra compenetrarse en el personaje y pide a los gritos (debido a la estridencia de la música de canto gregoriano) que lo libere. Una vez emancipado se arroja sobre la línea blanca y sobre una de las botellas.
Mientras él se sumerge en sus profundidades, ella se divierte propinándole un par de latigazos y ríe. Llevado al extremo de su excitación la toma bruscamente por la cintura, la apoya sobre un aprietacabezas y le hace el amor frenéticamente.
Luisina cierra los ojos y se imagina con Miguel, y viaja en el tiempo a los momentos en que lo hacían en cualquier parte de la casa, o el patio trasero o después de teatralizar algún juego sexual.
Y mientras sus fantasías sobrevuelan espera a que su compañero alcance el orgasmo, y entonces exhale un grito de desahogo, y la bese, y la abrace y le jure nuevamente que la ama y una vez más le suplique que lo deje todo por él.
La amante solo lo mira condescendiente y lo acaricia, mira el reloj y se limita a recordarle que ya es hora de volver a su casa.
II
Luisina cruza la puerta de su casa, impaciente la está esperando la cuidadora para terminar su turno. Está molesta, pues la patrona ha llegado varios minutos tarde y las extras no se las paga. Antes de retirarse, le recita el informe del día: lo qué comió el paciente, si tuvo dolores, si hoy vomitó o no, si lo bañó, si orinó o si defecó.
La despide hasta el día siguiente y se dirige al dormitorio donde la espera, en la cama matrimonial, su esposo Miguel. Allí está, inmóvil, como en cada minuto, de cada hora, de cada día, de cada uno de los doce años desde que quedara cuadripléjico tras sufrir un violento accidente automovilístico. Esa tragedia se cobró la vida de una joven mujer que iba de acompañante.
La consagrada ama de casa abre las ventanas para despejar los malos olores, ilumina la habitación, le regala su mejor sonrisa y lo besa. Miguel le pregunta cómo le fue en el trabajo. Ella responde que todo bien, pero con solo observarle el iris de sus ojos, el lisiado sabe que no viene de allí. Sin embargo, solo se limita a devolverle la sonrisa y ante la pregunta de qué desea comer, pide lo más delicioso, lo más cerca que estará de un clímax.
La sigue con la mirada mientras ella se cambia de ropa, calla, se le anuda la garganta y no hace más preguntas, como nunca las hizo todos estos años.
Así como Luisina jamás se cuestionó quién era la acompañante aquel fatídico día.