Las otras mujeres

Esther Martínez

Sara disfrutaba los días de playa, sentir la arena fina y negra de la Cicer en la piel. Le gustaba enterrarse, respirar el salitre, el frío del Atlántico cubrirle el cuerpo. Solía ir sola. Alguna vez se dejaba acompañar por Montse.

Sara no se quería mucho, y se gustaba menos. Montse, que no hablaba demasiado, tenía siempre en los labios una palabra amable. Aceptaba la vida como venía. Sara, en cambio, pasaba mucho tiempo lamentándose. Lamentándose por los miedos que le inundaban la cabeza, por el odio que le habían escupido en la piel y el corazón.

Aquel día era lunes. Los lunes no eran un buen día. Ella no trabaja nunca los lunes, pero los lunes lo invadían todo de un color sepia, color calima, una calima espesa que le arañaba las entrañas. Los lunes despertaba con una sensación áspera y nublada. Después del café se duchaba raspándose la piel. Se ponía el bañador y se lanzaba a la playa a exfoliarse el alma con la arena y enjugarse las lágrimas con el agua del mar. Los lunes eran el día después del domingo, y el domingo era el día del señor: del señor que abusaba de ella; el señor que la deseaba por sus diferencias; el señor que, en la vergüenza de la noche, buscaba su cuerpo en las calles de Guanarteme; el señor que se aliviaba por diez euros en un descampado, que sentía desprecio de sí mismo por desear un cuerpo que lo fascinaba de noche y repudiaba de día.

Ese mismo señor que el domingo busca a Sara, el sábado, queda con sus amigotes para pasar por ese mismo barrio a tirarle botellas, a insultarla y vejarla, mientras fantasea con dormir con ella. Algunos domingos ni siquiera follan. Charlan, y el señor le cuenta que no desea a su mujer, que su cuerpo sí que es una belleza, que con su mujer no puede hablar, que ojalá todos los problemas del mundo se resolvieran con esos diez euros. Y pasan dos horas así. Ella, aguantando el chaparrón. A veces siente lástima de él, y casi todo el tiempo de sí misma. Ella solo quiere un trabajo normal, un pisito pequeño donde poder vivir sola. Sentirse normal. Él quiere que ella siempre esté allí.

Sara lo intenta una vez más, con sus 57 años, su vestido más recatado, unos zapatos de tacón, un pintalabios marrón oscuro, un poco de colorete para maquillar la desazón, un currículo que la ayudó a hacer la Mariola, casi vacío. «No hay tabla de salvación», piensa. Pero le duele más no intentarlo.

Se sienta en una sala de espera con sillas verdes raídas por los años, coge un formulario con la esperanza de no tener que enseñar su papel en blanco. Diez minutos de espera. Alguien sale de una puerta y llaman: «¡Vicente Ortiz!». Sara, con su vestido azul marino, sus labios marrones, su mentón mirando al cielo, se levanta de la silla y se dirige al despacho. Todas las miradas en su nuca, en su culo, en sus zapatos de tacón. Ella siente las respiraciones contenidas y recuerda por qué había dejado de ir a entrevistas de trabajo.

Treinta segundos dura la entrevista. «Perdone, ejem —carraspea el reclutador—. Creo que ambos sabemos que este no es su sitio». Sara se levanta digna: que nadie la vea sucumbir a un desprecio más. Que nadie sienta lástima de ella, que con la suya propia tiene de sobra. Sale del edificio como entró, con su taconeo firme y con su barbilla en alto. Con el corazón encogido y el alma arenosa.

Suena el timbre de su casa. Montse lleva sin saber de Sara dos días. No contesta a las llamadas ni al telefonillo, así que saca del bolsillo la llave de los por si acaso que le dejó y abre la puerta como si tal cosa. Sara no se sorprende: está recostada en el sofá de su piso compartido viendo su televisión compartida. Montse saluda escueta y pasa a la cocina a hacer café. Sirve en la mesa dos tazas y unos bollos que ha traído del obrador de la esquina.

—Ayer vi a la Vanesa.

—¿Y qué se cuenta? —pregunta Sara.

—Está yendo a coser a la asociación esa, ¿te acuerdas?

—¿Dónde la trabajadora social que nos traía condones a Guanarteme?

—Ahí. Le pagan unas perras. La ayudan a vender sus prendas.

—¿Por eso no ha vuelto a la calle?

—Sí, dice que con ese dinerito se apaña bien. Son todas como nosotras.

—¿Cómo?

—Pues mujer, transexuales. He hablado con la chica que lo lleva. Que, si queremos, vayamos mañana.

No muy convencida, con el mismo vestido de la entrevista fallida, Sara se presenta puntual en la asociación. Una muchacha bajita, con una enorme sonrisa y con unos ojos brillantes le abre la puerta.

—Buenos días, ¿cómo te llamas?  —Sara le tiende su DNI. La muchacha lo mira de refilón y vuelve a preguntar—. ¿Cuál es tu nombre de verdad?

—Me llamó Sara.

—Encantada, Sara. Pasa.

Y Sara respira respeto. Por primera vez piensa que quizá ese es su lugar, que quizá sí haya tabla de salvación para ella, que quizá pueda aprender a coser y a remendar su propia piel.