Las luces del cerro
Dante Fors
Estoy parado frente al Cerro del Tesoro recordando todas mis anécdotas de juventud acontecidas aquí. Antes no estaba la malla ciclónica que entorpece mi contemplación; podíamos fácilmente internarnos y escalar hasta la cima, ejercitándonos y reclamando como propio el espacio, conquistando la vida de a poco.
El acceso está restringido desde que planearon realizar allí la construcción del Santuario de los Mártires Mexicanos. Será mi sempiterna actitud de católico en rehabilitación, pero encontré irónico que la Iglesia que dice salvar al pueblo sea la que lo prive de un remanso de libertad. Como sea, nada puede borrar lo vivido, y el pasado se vuelve una marca indeleble.
Desde aquí se alcanza a ver la cruz erigida en el punto más alto. La primera vez, no creí que llegaríamos hasta allí pero, antes de darme cuenta, ya estábamos, a pesar de mi acrofobia, lanzando gritos desde lo alto, abrazados a aquella estructura.
Es mágico este lugar. Uno de sus efectos es que fortalecerá tus lazos con las personas con quienes completes su recorrido. En cada ocasión, sumábamos más compañeros y, aunque se tratara de personas que no nos cayeran particularmente bien, bajábamos siempre convertidos en hermanos por el ritual de la travesía.
“¡Es solo un cerro!”, decían los demás y lo dije yo cuando supe que ya no podríamos visitarlo. Todo lo que allí sucedía era especial: grabar mensajes en las piedras, gritar confesiones de amor (en una suerte de hacer público un sentimiento, pero al mismo tiempo continuar reservándolo a la intimidad de nuestra hermandad), descubrir caminos… incluso el día en que encontramos un conejo muerto se sintió como un hallazgo.
Antes del cierre, comenzó a ser frecuente la presencia de policías por toda la zona. Recuerdo una vez que, al descenso, nos importunaron un par de agentes que, por el poder de la placa y por la desventaja de ser un grupo de desagradables pubertos, nos obligaron a vaciar nuestros bolsillos mientras buscaban una inexistente marihuana o pegamento. Supusimos que habría muchos vagos que frecuentaban el lugar por las noches para entregarse a sus vicios, pero no veíamos razón alguna en ocasionar molestias a los deportistas ocasionales pero ¡aquí la policía siempre es molesta!
Cuando era inminente el final de nuestras excursiones, decidimos despedirnos a lo grande: conformaríamos el mayor grupo que se hubiera reunido, y pasaríamos juntos la noche observando la luna desde la cruz. No podía desaprovechar la oportunidad de invitar a Lulú, la destinataria real de mis confesiones imperfectas. Esta era la ocasión de hacer que mis palabras llegaran a los oídos indicados.
La noche nos encontró pertrechados con cobijas y botellas de vodka para aguantar el frío y el tiempo. La luna llena nos iluminaba con matices que hacían las delicias de los aprendices de poetas que pululaban en mi generación. Todo estaba puesto, y yo había encontrado el valor para dar voz a mi corazón. De pronto, unas luces brillaron en distintos puntos del cerro, y se escucharon unos sonidos que aún ahora no puedo describir con exactitud, pero parecían ser algo entre gritos de dolor y una alarma.
A partir de allí todo fue confusión; vimos algunas siluetas aproximarse a nosotros y, mientras aún continuaban las luces intermitentes y la cacofonía, corrimos como pudimos hacia las faldas para huir. Llevaba a Lulú de la mano cuando noté que entonces, entre esos gritos horrorosos de agonía, sonaban las voces de algunos compañeros de nuestro grupo.
Lulú hizo un ruido estremecedor y, antes de que pudiera tranquilizarla, sentí un fuerte mordisco en mi brazo. Me giré abrumado entre el dolor y la sorpresa solamente para encontrarla perturbada, aferrando su mandíbula a mi brazo con sus ojos rojos. Sin saber qué hacer, al tratar de retroceder, pisé en falso, y los dos rodamos cuesta abajo, con lo que finalmente me liberó de su castigo. Confieso que, al llegar a la calle, corrí sin mirar atrás.
Diez compañeros se perdieron ese día. La búsqueda de la policía no dio con ningún dato útil más allá de informarnos que ya buscaban antes a otras quince personas (de ahí que ya siempre estuvieran por los alrededores).
Y aquí estoy de nuevo ante la malla ciclónica. Ya ha oscurecido y, como cada noche, mi cicatriz en el brazo duele ante la presencia de Lulú al otro lado de la barrera. Permanece como ese día, con el cabello revuelto y con los ojos rojos. Aquí confirmo que lo que dice su canción favorita es verdad: “No es la ausencia lo que duele en realidad: son las marcas que dejamos en la piel”.
Este alambrado ya no permite a nadie entrar, pero… y ojalá me perdone el atrevimiento de decirlo, bendito Dios, tampoco deja escapar nada.