J.L. Rivas

Las Cruces

 

Las Cruces es un pueblo polvoriento del que casi no existe memoria. Se extiende a lo largo de un río que, en otros tiempos, arrastró el oro hacia las manos de sus pobladores. A la bonanza le siguieron años de miseria y desgracia. Ahora viven aquí unos pocos ancianos que no tienen a quién contarle sus historias. Los más jóvenes se fueron a buscar trabajo o a mendigar en la ciudad.                                                                                

     Sus habitantes hablan de una maldición por los crímenes que se vieron en aquella época. La culpa fue de la empresa minera que un día llegó con sus máquinas arrasando las vegas y cambiando el curso del río. Nunca se había visto un desastre semejante. La tierra quedó inservible para el cultivo y los animales se fueron muriendo por no tener qué comer. Quedan unas pocas cabras flacas mordisqueando el pasto seco y la corteza de los árboles. 

     Por las tardes, después de la siesta, los viejos se juntan a jugar a las cartas en el único estadero que hay. Aparicio, el dueño, les da crédito para que se tomen un aguardientico y, de vez en cuando, le llegan unos huevos o una gallina. Con eso se da por pagado, porque del dinero han olvidado hasta el color. Mi oficio suele llevarme a parajes que no existen en el mapa y a escribir sobre estos personajes perdidos en el tiempo. Los lectores aprecian estos relatos, como si encontraran los huesos de un animal prehistórico.

     Más allá de las casas de barro y caña que se amontonan en las orillas del río, comienzan las estribaciones de la Sierra Nevada. En la selva casi sin explorar, se montó un negocio para la extracción de madera y el cultivo de caña de azúcar, Pero las dificultades para el transporte, por el desvío del cauce del río, acabaron pronto con esa fuente de trabajo.

     Hago una recorrida por las casas, unas más precarias que otras, pero nadie se asoma. Un par de veces siento que me espían detrás de las cortinas de tela rústica, a manera de puertas y ventanas, de día por el sol y de noche por los mosquitos. El calor es intenso y pegajoso. Algunas aves de corral, cercadas con alambre, me miran como si les fuera a dar algo de comer. Una galleta sirve para que se forme un remolino y desaparezca en un santiamén.

     Vuelvo al estadero buscando la sombra. Aparicio duerme apoyado sobre el mostrador; lo propio hacen otros dos vecinos, que roncan al unísono, como si lo hubieran ensayado. 

     La siesta es larga. Todos despiertan al tiempo. Se levantan para mear detrás de la caseta y vuelven a sus puestos. No hay ningún afán. Invito a unos tragos y me dispongo a jugar con ellos. En lugar de naipes, el dueño trae una cajita de madera que atesora con cariño y me la pone delante. Es un juego de dominó. Me lo regaló un español que anduvo por aquí, tomando fotos, dice Aparicio, nos ganaba siempre; a ver usté si tiene tanta suerte. Un revoltijo de fichas y manos alegra la reunión. Aparicio abandona el mostrador y se sienta con nosotros para hacer pareja. Los parroquianos están felices: Gracias a mi torpeza como jugador, se han desquitado del visitante anterior, ganándonos varias partidas a mi compañero y a mí. 

     Entre el calor y el aguardiente me entra la sueñera. Mi cuerpo está que se derrumba. Pieza por acá no va a encontrar, dice Aparicio, y me señala una hamaca colgada de dos árboles, a la que ya le había echado el ojo. Me invade un sueño profundo y tengo un sueño inquietante: una figura que tardo en reconocer se me acerca: ¡Gabo!, exclamo alucinado. Veo que estás buscando tu Macondo, me dice con acento caribe. Te voy a dar un consejo: Mira dentro de ti, todos tenemos nuestro propio Macondo. Mi antepasados tuvieron que vivir cien años para que yo pudiera encontrar el mío. Suerte, amigo.

     Por la mañana me despido de mis amigos del estadero. Les cuento que he recibido una visita importante y que llevo un sueño en mi mochila. Me miran sin entender, y nos abrazamos.