La voz del agua
Lil Fernández
Luis permanecía inmóvil sobre la plataforma de diez metros de altura. Estaba de frente al agua y parado con los pies juntos y los brazos extendidos hacia los costados.
Ésta era su última oportunidad para no defraudar a su entrenador, a su familia, a los presentes en el recinto y a los millones de mexicanos que, en todo el mundo, estaban atentos a la competencia que se transmitía en vivo.
La voz parecía venir desde abajo, desde el agua. Era una voz sepulcral, espesa y grave que solo él escuchaba. Esa voz, casi fantasmal, le hablaba antes de cada clavado desde su llegada a París, pero no era la primera vez que la había escuchado.
En su infancia, en unas vacaciones de verano en Cuernavaca, antes de dar un clavado con giro, escuchó:
—¡No saltes! —lo apremió la voz. Luis no obedeció y todo salió mal. Había girado tan rápido que no tomó el impulso suficiente. Cayó justo en el borde y luego al agua. Aún conserva la cicatriz de siete puntadas en la coronilla.
En su adolescencia temprana, luego de una ardua discusión familiar, Luis se inscribió a las clases de clavados en la Alberca Olímpica. Entrenaba todos los días en el trampolín de tres metros. La primera vez que subió a la plataforma fue en una ocasión en la que regresó a la alberca después del entrenamiento porque había olvidado sus lentes. Ya todos se había ido y la alberca estaba en penumbra. El vigilante lo dejó pasar. Luis decidió subir y se paró cerca del borde. Experimentó el vértigo del abismo y retrocedió. Luego de unos minutos, empezó a sentirse tranquilo. Ahí arriba, el aire parecía más fresco. Pensó que podría quedarse ahí toda la noche como un estilita, pero decidió saltar. Avanzó sin dudarlo y se lanzó de pie. A partir de ese primer clavado, le tomó gusto a la altura. En cada salto, sentía que volaba, que era libre y que su mente se despejaba.
Aprendió a hacer los clavados de mayor dificultad. Tenía excelente equilibrio, incluso, podía pararse de manos justo en la orilla para luego aventarse hacia atrás.
No había vuelto a escuchar la voz. Ahora, que estaba haciendo su mejor esfuerzo para obtener una medalla olímpica, la voz no le permitía concentrarse. Le costó mucho trabajo pasar a la final. Hasta su entrenador estaba consternado. Varias veces le preguntó el motivo, pero Luis simplemente, respondió que estaba un poco nervioso. Cada vez que quería saltar, escuchaba:
—Ven a mí —La voz acuosa le molestaba y trataba de ignorarla.
Antes de subir a la plataforma, Luis se colocó tapones en los oídos para no escuchar la voz. Ahora, solo escuchaba su propia respiración. Sin embargo, justo cuando tomó la posición de salida, la voz se hizo presente traspasando el protector auditivo:
—¡Detente, no lo hagas! —ordenó, pero de todos modos Luis se impulsó hacia atrás para hacer un salto inverso de tres vueltas y media. Cuando salió del agua, se quedó esperando que publicaran su calificación, pero por alguna razón, no aparecía nada en el tablero. Miró a su entrenador llevarse ambas manos al rostro y el público no aplaudía. Los otros clavadistas estaban inmóviles. Se hizo a un lado para dejar pasar al personal de seguridad y a los paramédicos. Vio a su entrenador lanzarse al agua y nadar hacia una mancha rojiza.
Luis sintió que su cuerpo se derretía, empezó a escurrirse hacia el piso y luego hacia la alberca. Pronto estuvo cómodo en su nuevo estado líquido, liviano y transparente. Se mezcló con el resto del agua y fue capaz de sentir cada pequeña vibración en la alberca. Recirculó varias veces por el sistema de filtrado y pudo experimentar el cambio en la acidez de cada molécula de agua, gracias a los químicos que los especialistas aplicaron.
Horas más tarde, cuando pudieron reanudar la competencia, desde la superficie, Luis pudo ver al joven argentino parado al borde de la plataforma de espaldas sobre las puntas de sus pies.
Luis se emocionó, porque sabía que haría cuatro vueltas y media y que le saldría bien, así que le gritó.
—¡Vamos, hazlo!, ven a mí.