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La última fila | Roy Carvajal

Asomó la claridad y el sonido monótono de sus zapatos hizo eco en la acera. Cada mañana, Raimundo caminaba hacia la oficina con su valija. En su traje sepia a cuadros, miraba aparecer el edificio de veinte pisos iluminado por el sol del amanecer, las ventanas rectangulares y estrechas interrumpían la uniformidad de las paredes de concreto.

La rutina le dio un tinte gris a su cabello, que caía fino sobre el ceño fruncido. Sus mejillas perdieron la coloración rosa de sus años mozos, ojeras largas sobre ellas, sin embargo, su mirada brillosa sugería alguna chispa de redención.

En la oficina tenía prohibido fumar, entonces hacía uso de su único minuto diario de felicidad. Antes de llegar, se detenía en la esquina y prendía un cigarrillo bajo la sombra de una construcción abandonada. Cables, vigas y escombros. En una pared de estuco desmoronado, justo a la altura de sus ojos, un desfile incansable. Hormigas obedientes, zigzagueando una tras de otra, tocando sus antenas, olisqueándose las feromonas, era lo que pensaba Raimundo a cada bocanada.

Solo que ese día la fila de hormigas iba en línea recta, como si utilizaran una plomada para formarse derechas. Y eran más, miles de ellas tapando el estuco. Formaron dos bloques verticales y otro grupo los unió con una horizontal en el medio. Miró su reloj, se hacía tarde. Se echó hacia atrás para irse, pero vio una letra, una hache perfecta escrita con hormigas en la pared. Apagó el cigarrillo de un zapatazo y se dirigió a la oficina para trabajar hasta el anochecer.

Al otro día hizo su rutina. Hormigas inmóviles en formación perfecta. Un nuevo grupo subió a la pared y se unió formando otro bloque vertical. Tres horizontales terminaron de formar una letra. Una «hache» y una «e» mientras fumaba su cigarrillo. Es la edad, pensó, y continuó su camino.

El tercer día se quedó atónito ante la pared repleta de hormigas. La curiosidad lo haría llegar tarde a la oficina, pero poco le importó. Disciplinadas, crearon una «ele». Fumó medio paquete, mirando, conjeturando. Sobre otra vertical, terminaron en un semicírculo, ¡es una rotunda «pe»! dijo para sí, tosiendo el humo, admirado de reconocer la palabra «HELP» escrita enorme sobre la pared. 

Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Serían criaturas del averno implorando ayuda… o él mismo proyectándose en ellas?

Empezó a triturarlas con la esquina de la valija para evitar mordeduras, regresaría a la realidad destruyendo lo irreal. Aplastó una parte de la «hache» pero se volvieron a formar. Entonces, con la parte plana, destruyó la letra por completo. El golpe generó destellos azules con olor a proteínas quemadas. Se imaginó aplastando la cabeza calva de su jefe, vio la cara deformada a valijazos de los lamebotas, las narices rotas de las supervisoras empoderadas, tan trabajadoras como hormigas obreras. La carrera de la rata, el lunes a lunes, la piedra de Sísifo, el ciclo interminable del asalariado. En el fondo quería ser un simple zángano.

Golpeó más fuerte. Gritando. Desahogando. Los transeúntes le miraban de reojo, un loco  más, un inadaptado social, y se perdieron en su marcha hacia las maquilas. Sin embargo, la fila persistió, las hormigas aplastadas siguieron en formación, resplandecientes de azul. Millones empezaron a caminar en espiral. Giraron veloces en torno a la pared, un torbellino se iluminó de azul. Desde el centro, el estuco se volvió negro, un hueco sin fondo.

La fila giratoria no cesó. El cansancio, el odio, las décadas cumpliendo los sueños de su jefe explotaron en su mente, y no pudo silenciar el grito en su cabeza.

—¡HELP, HEEEEELP!

Se despojó de su corbata y dejó caer la valija. Raimundo extendió su mano temblorosa hacia el centro del círculo azul. Apenas sus dedos rozaron el borde, un hormigueo eléctrico le recorrió el brazo, la sensación lo llenó de paz. Sus pupilas se encendieron azules. El círculo desintegró su cuerpo en millones de chispas en medio de una humareda.



La luz del mediodía iluminó la valija con sus bordes retorcidos y pliegues abiertos. Documentos al viento, facturas por pagar, firmas que no valdrán un céntimo. Mientras, los zapatos de los transeúntes hacen eco en la acera, como las hormigas, que continúan su marcha infinita sobre la pared de estuco.

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