La separación

Leire Mogrobejo

—Abuelo Ciryl, ¿por qué en lo alto de la reja hay espinos de alambre?

—Para que la gente no se escape.

—Abuelo Ciryl, pero si nadie es tan alto como la reja, ¿por qué hay espinos de alambre?

—Por si a alguien se le ocurre trepar la reja con ayuda de un compañero, los espinos le rasgarán el cuerpo haciéndoles heridas tan graves que no irían muy lejos.

—Yo no quiero escaparme de aquí, abuelo, yo quiero quedarme contigo. ¿Tú quieres escaparte?

—Quiero, pero no puedo.

—¿Por qué no puedes, abuelo?

—Porque hay espinos de alambre en lo alto de la reja.

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Esta fue la última y dulce conversación que mantuvo Hugo con su abuelo Ciryl, en el campo de concentración de Mausien-Riehen. Aquella noche, mientras dormían en las frías literas de los barracones, los nazis preparaban el traslado de los menores del campo. Querían quedarse con los adultos y mayores de quince años, siempre y cuando fueran sumamente fuertes como para realizar los trabajos forzados. El jefe de la operación pidió a sus subordinados que lo hicieran con la máxima cautela, para prevenir así el jaleo de la separación. Los niños eran secuestrados uno a uno con la boca tapada para evitar que despertaran a los adultos. Los llevaban directamente a los vagones del Tren Fantasma, que era así como lo llamaban los refugiados. Como el tren estaba lejos de los barracones, nadie se enteraba de lo que pasaba.

Al amanecer, los nazis levantaron a sus prisioneros con chorros de agua fría; pensaban que era bueno para la circulación y los ayudaba a empezar el día con vigor. Asustados por la ausencia de los suyos, empezaron a cuestionar a los guardianes, pero estos se hacían los suecos. Crearon así el pánico total en los barracones.  Temblorosos de frío, desayunaron su bol de agua y su ración de pan en silencio. Cyril se preguntaba dónde habían llevado a su nieto y si volvería a verlo.

Hugo llegó a su destino final: “El campo de la última oportunidad”. Era diferente al  de Mausien-Riehen. Allí las literas de los barracones estaban cubiertas de una manta y de una almohada. Servían sopa caliente con tropezones y podían lavarse en las duchas comunes. Todos los adultos eran mujeres; todas trabajaban en la fábrica de costura, donde confeccionaban los uniformes de los soldados, guardias y de todo aquel que trabajara para los nazis. También cosían todo tipo de menaje doméstico y remendaban las tiendas de campaña que volvían agujereadas del frente. Los niños trabajaban en el campo cultivando frutas y verduras para alimentar a los regimientos.  

Hugo lloraba noche tras noche; se encontraba muy solo sin el abuelo Cyril. Pensaba en las historias que él le contaba para dormirse, pero no funcionaba. Una noche, Justine se acercó a su cama para consolarlo.

—Oye, mocoso, no llores; los chicos grandes no lloran. 

—No soy un mocoso, soy Hugo y tengo… Creo que tengo cinco años; antes tenía tres. Tengo miedo; echo de menos a mi abuelo.

—¿Dónde está tu abuelo? 

—Se quedó en el otro campo donde nos llevaron por primera vez, Mau… no sé qué.

—Será Mausien-Riehen; no te preocupes, lo verás pronto. He oído que, cuando las sandías y los melones sean igual de grandes que un balón de fútbol, trasladarán a todos los hombres aquí.

—¿De verdad? 

—De verdad; trabajarán en la fábrica para producir más armas para la guerra. ¿Quieres que me quede esta noche a tu lado?

—Sí, me gustaría mucho. ¿Puedes quedarte hasta que mi abuelo vuelva?

—Claro que sí, serás como mi hermano. Me llamarás tata Justine.

Hugo concilió el sueño en los brazos de Justine, que con solo trece años ya sabía mentir como una bellaca.

Dos meses más tarde, la llegada de las tropas Aliadas permitió a Hugo y a Justine ser liberados.

—Justine, no podemos irnos; los melones no tienen aún el tamaño de un balón de fútbol.

—No te preocupes, mocoso, allí, donde vamos, podremos plantar todos los melones y sandías que queramos.

—¿Y el Abuelo Cyril nos encontrará?

—Sí, nos encontrará.