La rueda

María Oñoro

¡Puffffff! ¡Maldito dolor de cabeza!

Cada mañana, al levantarme de la cama, me invade el mismo impulso: tirarme por la ventana. La misma desazón la siento cuando voy al servicio y observo una tentadora cuchilla de afeitar: me imagino en la bañera, con las venas abiertas y con el agua cálida teñida de la sangre que antes circulaba por mi cuerpo. Sí, una dura escena; entonces, pienso en las personas que me tendrían que sacar del baño, y me da vergüenza que me vean desnudo y muerto. De camino al trabajo, fantaseo con tirarme a las vías del metro o delante de un autobús; sin embargo, si utilizara el transporte público, complicaría la vida a personas que no tienen culpa de nada. Podría estamparme contra un muro con mi coche, pero es que no tengo coche, ¡ni siquiera sé conducir! Por último, sopeso contratar a un sicario para que me asesine (una muerte rápida e indolora); el problema es que no tengo ni idea de dónde se contrata ese tipo de servicios. 

—¿Qué ha pasado, Rodríguez? Llega tarde otra vez; si se vuelve a repetir, voy a dar cuenta de usted.

Paso, y no digo nada: al jefe mejor dejarlo; ayer salí una hora más tarde por cuadrar la caja, pero eso carece de importancia. Todos vimos lo que hizo con Evaristo López: le reclamó unas horas que le debía desde hacía tiempo y, aunque se las pagó, al mes siguiente lo puso de patitas en la calle. Mejor es mantener un perfil bajo y no llamar la atención; aquí, el que da la nota se va al paro.

—¡Rodríguez!, necesito que me hagas un favor, y que me cubras esta tarde.

—¿Qué es esta vez, Molina? —Hastiado, levanto la vista de mi mesa hasta mi compañero; conozco sus favores: nunca los devuelve.

—He quedado con una camarera que está como un tren, ¡tiene unas…! Deberías salir con alguien, así mojarías de vez en cuando, ¡que la debes de tener atrofiada! ¡Ja!

Se creerá muy gracioso pero, como soy un gilipollas, acepto. Qué más me da si no tengo planes (no los tengo, porque no los hago). 

—¡Rodríguez, a mi despacho!

¿Qué querrá este ahora?; si el jefe llama a gritos, seguro que no es para anunciarme una subida de sueldo. ¿Quién la habrá cagado esta vez?

—¿Qué necesita? —Prefiero ser solícito; le encanta que le hagamos la pelota.

—Rodríguez, me ha llamado el gestor y me ha informado de que hay unas facturas sin justificar.

—¿Unas facturas?, no sé. No he comprado nada este mes; hice provisión hace dos, y usted me aprobó la partida. 

—Lo recuerdo, ¿me puede decir a quién pertenece esta firma?

—Déjeme ver… —Me pongo las gafas para ver de cerca: es la de Molina—… ni idea.

Ocupo la jornada mientras tecleo el ordenador hasta la hora de la comida. Como de costumbre, voy solo a almorzar al Soria, a ver si me sirve Matilda (una de sus chicas); a mis compañeros no les gusta comer ahí, y lo prefiero: Molina me acompañó un día, y se la comía con los ojos. Me derrite con su sexy sonrisa; se acaba de separar. Quizá le pida una cita, aunque me da corte: igual, me manda a la mierda.

Matilda no está; ha salido por una urgencia. La comida sabe peor (o es que nunca está buena, y yo lo obvio por ella);  me he quedado con ganas de admirar su preciosa melena azabache y sus increíbles tetas.

Al regresar a mi mesa, leo una nota del jefe en la que me insta a revisar unos albaranes. No es mi labor (es la de Molina), pero lo estoy cubriendo por «motivos personales». Yo creo que, de vez en cuando, le hace felaciones al jefe, porque nunca le pone una sola pega. El mes pasado, tuve que acompañar a mi madre al hospital ¡y me obligó a recuperar las dos horas que le pedí (a pesar de que siempre hago de más)!

Ya son las ocho, y debería haber salido a las seis. Antes de entrar en casa, compraré mi botella diaria de whisky barato, y me apuntaré a la autoescuela. De hoy no pasa.

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