La prohibición de sentir
Gonzalo Tessainer
Desde el balcón de su casa, Claudia observa el espectáculo que tiene frente a sus ojos. Sus ancianas manos sacan, de una cajetilla de tabaco, un cigarrillo que se lleva directamente a sus finos labios. Lo enciende y, tras saborear la primera calada, la que más le gusta, deja que el viento dance con el humo y se mezcle con el que desprende el volcán que reina la isla. Un volcán que ha sido confesor de sus pecados, catalizador de sus angustias y cómplice de sus deseos más profundos. Apaga el cigarrillo en un atiborrado cenicero y su mente viaja a aquel tiempo en el que sus dedos creyeron acariciar una felicidad censurada por la incomprensión.
Recuerda esas noches en las que las estrellas decoraban un cielo formado por la clandestinidad de unos sentimientos prohibidos, por la emoción de atreverse a soñar con una vida plena y por el miedo de que la intransigencia quebrara sus deseos. En esas nocturnas veladas en las que el sonido del mar ponía la banda sonora a los encuentros que tenía con Adela, la luna teñía de plata el sendero que conducía a una solitaria colina en la que, siendo las lechuzas cómplices de su amor, daban rienda suelta a su pasión. La esperanza con la que comenzaban sus citas daba paso a una frustración empachada de intolerancia. El momento de la despedida significaba el fin de una utopía con fecha de caducidad que llenaba sus corazones pero que, a su vez, vaciaba sus almas. Tras el último beso que sellaba el final de cada encuentro, lágrimas cargadas de impotencia caían sobre el lomo de la colina, regándolo de pena y rabia. Su romance se alargó durante los años en los que las manifestaciones del amor libre estaban prohibidas y los ojos de la intolerancia eran más inquisitivos que las propias leyes. Pero la vida puede llegar a ser muy caprichosa y, el día en el que el país pasó de estar en blanco y negro a color, el destino hizo que la separación de las dos mujeres fuera eterna. Con una garganta lubricada por la saliva de la tristeza y con un corazón embriagado por la toxicidad de la injusticia, la amante de la recién fallecida subió hasta los más alto del volcán Cumbre Vieja e, intentando desprenderse del dolor de su alma a través de gritos desbordantes de frustración y palabras de cariño dirigidas a su amada, despertó a un Vulcano que estaba sumido en un profundo sueño. Creía que el volcán sería su aliado a la hora de hacer llegar su mensaje a Adela, dormida bajo toneladas de arena y barro, y que en un acto de misericordia la tierra la devolvería a su lado. Durante más de cuarenta años, Claudia siguió subiendo a la cima todos los meses usando el cráter como única vía de comunicación con su secreta pareja, hasta que, siendo consciente de las limitaciones que le imponía su edad, hizo la última visita:
“Hoy es el día de nuestra despedida, querida Adela. Mis huesos no me permitirán volver a hablarte desde aquí. Espero que en futuro no muy lejano podamos reencontrarnos y disfrutar de nuestro amor sus trabas”.
En lo más profundo de la tierra, Adela comenzó a llorar y Vulcano, al oír los sollozos de la difunta y las palabras de despedida de Claudia, entró en cólera, haciendo que el volcán expulsara todo el dolor vertido por los corazones de dos inocentes en forma de lava.
Los pensamientos de la anciana vuelven al presente y, contemplando con horror la imagen que ofrece la naturaleza, llega a la conclusión de que los caminos destruidos por esa lava son como su relación con Adela. Durante mucho tiempo serán prohibidos, y nadie podrá caminar por ellos pero, cuando se enfríen, pasos de esperanza volverán a llenarlos de vida.
Claudia enciende otro cigarrillo, fija sus ojos en el cráter del volcán y decide salir a la calle. Sus pasos la dirigen a aquel sendero en el que amó a Adela y en el que finalmente va a tener una cita con ella por tiempo indefinido.