La mujer inmaterial
Olivia Castillo
La mujer inmaterial lucía tan viva y soberbia en aquel pequeño bazar escondido en una calle, poco transitada, del centro de la Ciudad de México. Parecía que me llamaba pidiéndome que la rescatara de la indiferencia y el olvido. Pagué unos billetes al anticuario que sonrió complacido por la venta. Como el pobre que acaba de encontrar una moneda valiosa, así iba yo feliz por mi adquisición.
Al llegar a mi casa me sorprendió que a la luz del sol, la mujer inmaterial se viera menos etérea y más corpórea. El bordado lleno de flores y de hojas vivas que adornaban su blusón de tela fina y transparente, delataba sus senos pequeños y duros.
En cuanto a sus ojos lucían una tristeza de luz, de abandono, como si estuviera suplicando amor. Sus manos blancas, que posaban con las palmas cerradas e inclinadas a un lado de su mentón, dejaban ver unas venas azules por donde corría inverosímil su sangre también azul. Por un momento creí que las rosas coquetas de su pelo se saldrían del lienzo para deshojar sus pétalos por el suelo.
Las mejillas de la mujer inmaterial lucían sonrosadas en el día y por la noche adquirían una palidez aterradora. ¿Qué tipo de pintor era capaz de semejante mezcla de colores y cambiar a su arbitrio las tonalidades según la hora del día? No venía su nombre firmando al calce del óleo. Probablemente se trataba de un pintor anónimo. De pronto, me quedé sorprendido, no me había percatado de un pequeño camafeo que solo se veía de lejos y se perdía de cerca, pero ahí estaba; en él sobresalía la figura de alguien.
Cuando regresé a mi cuarto intenté ver la imagen pero fue tan inútil como ver una partícula de polvo a simple vista. A la hora de cenar me dolía tanto la cabeza que mi madre me dio un ibuprofeno y me puso un lienzo en la cabeza para bajar mi fiebre. Al ver el cuadro soltó el vaso con agua y el sonido del cristal al chocar con el piso fue estruendoso.
― ¡Descansa, duerme un rato! ― dijo y salió despavorida.
La noche con su calidez llena de grillos entró por la ventana y la mujer del cuadro me tomó de la mano. Me condujo por escaleras olvidadas hacia un túnel que ondulaba como gusano. Una puerta abrió su boca negra y en el interior íngrimo vi un libro, desvencijado, maloliente, tal vez, cansado de repetir sus historias en hojas viejas y amarillas. Cajas y más cajas húmedas y roídas asomaban sus lenguas secas entre pinceles y caballetes. Entonces la mujer me soltó de la mano cuando frente de mí las fotos de mis abuelos colgaban cada una por separado en una pared despostillada y tétrica: ella con la mirada almibarada y él, con su cara amarga de pomelo.
La mujer inmaterial, separó sus manos y agarró una rosa blanca con sus largos dedos de fantasma, pero la rama cayó sobre el suelo muerto y antes de que pudiera agacharme, el tallo con espinas teñía de rojo la flor y de pinchazos los dedos de los abuelos, que lucían nítidos y soberbios en el pecho de la mujer. Entonces yo, que me había mantenido tranquilo, me revolví en la cama asustado y cuando desperté el cuadro ya no estaba.
― ¿Y mi cuadro? ― pregunté extrañado.
― Me lo he llevado ― contestó, tranquila, mi madre
― ¿A dónde? ― pregunté enfadado.
― Acompáñame ― dijo.
Tomó el auto y fuimos al cementerio, al mausoleo donde estaban mis abuelos y ahí dentro de la cripta, frente a una biblia amarilla sostenida por un atril de madera y en medio de los dos sepulcros, cada uno con su fotografía, la mujer inmaterial, lucía radiante, feliz, incólume y juro por Dios que ya tenía pupilas.
― No creía en la fuerza de la sangre pero después de que conseguiste el cuadro lo creí. Ellos se amaron ciegamente, tanto que no sé si soy hija de tu abuela o de esa mujer, y todos mis problemas psicológicos se los debo a estos tres desvergonzados ― dijo mi madre cerrando la cripta.