La memoria en la ropa
Montserrat Elwes
Soy la sombra de su piel. Ella no recuerda nada; yo soy su memoria, soy lo que envuelve sus años. Recubre sus grietas del tiempo. Yo abrazo su sueño de un modo íntimo, oloroso, en el silencio profundo de su enfermedad. Desde que ha llegado a esta residencia de mayores, centro para personas dependientes, casi toda su ropa, casi todas sus cosas se han quedado en la casa. Nadie lo dice, pero nunca más las chaquetas de angora, las blusas de encaje, las faldas, los zapatos con un poco de tacón, volverán a cubrirla. Yo, su camisón de algodón y franela, sigo con ella. Acompaño su última etapa.
Lo he escuchado tantas veces en los cinco últimos años… Parkinson. Suena extraña esa palabra, pero siento en su rabia cómo duele. No sé lo que es, pero sé que a ella la rompe por dentro. Ella grita a la hija cuando explica sus dificultades de movimiento como evolución de la enfermedad como otro síntoma del Párkinson. La hija explica, quiere nombrar el dolor, señalarlo, encasillarlo. Y ella no cabe en su impotencia. Yo me esmero en abrazar esa rabia, ese drama innombrable. Trato de ser cálido en sus noches, en tocar su pecho, en llenar de ternura las horas sin sueño. Me mandan a la lavadora; regreso con olor a suavizante de flores frescas, a veces, de jabón de Marsella, se esmeran en mi limpieza. Y yo regreso a su cuerpo, con este amor que tengo encomendado. Regreso a su dolor y me acomodo en él.
Soy largo, ancho, con botones en el cuello; a ella no le gusta que la ropa le ahogue, siempre tan exigente. Me compró en los almacenes del centro donde le gustaba encontrar su ropa cómoda. Ya cerraron esos almacenes. Ella no lo sabe, no lo recuerda. Por entonces aún era tan ligera en sus movimientos… devoraba el día, atropellando las tareas una tras otra. La recuerdo tan activa, tan eficaz, tan llena de energía… Por entonces aún trabajaba largas jornadas fuera de casa y, cuando regresaba a casa, todas las tareas para cuidar la familia. Ahora nadie ve en ella una mujer hermosa, capaz de todo, casi perfeccionista, una mujer que capitaneaba su hogar, su familia, todo lo que se pusiera por delante. Ahora nadie recuerda sus curvas, sus caderas voluminosas, los pechos grandes que se adelantaban a ella, el cuerpo rápido y fuerte, lleno de luz. Yo contengo aún su forma antigua, la que ella fue, y la que ahora es: frágil, laberinto de arrugas, de huesos, de piel cansada.
Hay algo de ella en mi memoria que quisiera borrar y no puedo. Hubo una noche que no logré calentar su escalofrío; fue la noche que murió el marido. Y yo no entendía, después de tantos años oírla regañarle, refunfuñando como una letanía… lo perseguía, le decía que cenara bien, que tenía los calcetines limpios sobre la cómoda, que no fumara tanto, que el tabaco le estaba consumiendo, que no la escuchaba. Y yo habría pensado que la muerte del marido sería un descanso para ella. Y no, la recuerdo tan perdida, tan desorientada… ¿A quién iba a regañar ella si el marido no estaba? Aquella noche, hubiera deseado que me empañara de lágrimas antes que sentirla así, sin aire, con esa soledad seca.
Una noche más me buscan. Llega la auxiliar empujando su silla de ruedas. La deja sobre el wáter, la mete prisa, la escucho suspirar, como si la vida, un día más, hubiera cumplido. Apenas habla, lo sé: es el Párkinson. Se lo escuché al doctor y a la hija, un paso más de la enfermedad que devora, que marca el tic-tac del tiempo que queda. Son dos chicas de uniforme; casi no la miran. Una levanta sus brazos y me coloca sobre su cabeza; ya la estoy cubriendo, estoy en mi lugar. La levantan con dificultad; no pesa mucho, pero su cuerpo se descoloca como una frágil marioneta. Ya en la cama, se acurruca, perdida en un espacio extraño, que no se parece a un hogar. Solo yo guardo los años que fue. Una noche más abrazo su cuerpo sin memoria.