La maldición
Thelma Moore
Los yaquis y los mayos, vecinos en territorios del noroeste de México, compartían en el siglo XVIII una visión cosmológica de la naturaleza y se habían desarrollado en paralelo. Por lo mismo, se invitaban unos a otros a los festejos con carácter mitológico para compartir danzas y rituales.
En una de las festividades, la hija del jefe de la población de los mayos, Bemela, anunciaba su casamiento con el principal integrante de la danza del venado, animal protagonista de sus mitos y creencias. El hijo del jefe de los yaquis, Jakio, acompañó a su padre al festejo, y al ver la belleza de Bemela quedó deslumbrado; no pudo menos que acercarse a ella; cuando ella lo vio, a su vez, quedó prendada de él.
En ese momento Jakio le dijo que la buscaría por la noche debajo del gran árbol sagrado y desde entonces se sucedían sus encuentros, pero cada vez el riesgo de ser descubiertos era mayor. Su amor crecía y no deseaban otra cosa que estar juntos.
Jakio no se atrevía a decirle a su padre sobre su enamoramiento, así que decidió raptar a Bemela y traerla a su pueblo yaqui. Sabía que rompería la tradición y su acción desataría una guerra entre los dos pueblos hermanos.
Al reconocer que no podría hacerlo solo, recurrió al chivato, un macho cabrío que había de localizarse en una oscura cueva en lo profundo del monte. El chivato, ser maligno, lo dirigió a los “yuawa” seres de la tierra que poseen el “moream”, (magia negativa para transformarse en humanos). Así que con ayuda de varios de ellos raptó a Bemela, a cambio de convertirse en un maldito por siempre y tarde o temprano sufrir las consecuencias en ambos o en su familia.
Cuando llegó con ella, su padre lo reconvino, pero no le quedó más alternativa que respaldar a su hijo y preparase para la guerra. Corrió mucha sangre de los dos lados y después de largo tiempo, pactaron una tregua.
La bella Bemela se dedicó a hacer el bien a la población, se hizo cargo de ayudar a las familias de los huérfanos y a proporcionar alimento a los necesitados. De tal forma que la consideraron una santa y un escultor pueblerino cuya especialidad eran las figuras religiosas, en agradecimiento, le erigió una estatua en la plaza del pueblo.
No era una estatua cualquiera, parecía ella en carne y hueso, todo aquel que la miraba quedaba extasiado por su parecido humano tan perfecto y la luz que irradiaba.
El tiempo pasó, y la estatua y su fama era motivo turístico. Un buen día un apacible mozo yaqui cuyos ancestros habían muerto, uno tras otro, en la guerra de los dos pueblos, con mucha curiosidad, quiso ver de cerca a la estatua que representaba la causa de tanta desgracia. Al momento en que la vio, percibió una sonrisa sardónica, burlona, y en lugar de quedar extasiado, sintió que una rabia irrefrenable se apoderó de él. Apenas pudo contenerse de no arremeter contra la estatua.
De pronto recordó, “yo he visto a esa mujer”. En el camino de regreso no hizo otra cosa que hurgar en su cabeza en dónde la había avistado. De lo que sí estaba seguro era del enorme parecido entre ambas. Atando cabos, el origen de Bemela era yaqui, la familia no se fue de ahí. Seguramente, la muchacha con la que se había topado era descendiente de ellos.
El odio volvió a dominarlo, no podía ser que tal mujer anduviera como si nada, libre y soberana. En su interior le atribuyó la culpa de haber causado la destrucción de parte importante de su parentela.
Sabía que pertenecía al grupo mandante e investigó sobre su paradero. Estuvo rondando, esperando, acechando, hasta que la encontró. Al verla salir, su sangre hirvió y en un impulso brutal se situó a sus espaldas; la jaló del cabello hacia atrás dejando al descubierto su hermoso cuello moreno, que al momento se tiñó de rojo después del tajo asesino.