Mirtha Briñez
La dulce Amelia
La miraban con ternura y compasión. Algunas ancianas con ojos lacrimosos comentaban lo joven, hermosa y buena que era. No merecía un destino así. Amelia, vestida de noche se aferraba a las manos de sus pequeños, que portaban en la otra una rosa blanca, para arrojarla sobre el ataúd del padre. Era la segunda vez que ella enviudaba.
Unos años atrás cuando había llegado al pueblo con su pequeño, se había alojado a en forma temporal en un anexo de una casa señorial. Desde el primer día se hizo querer por la dueña; era atenta, siempre estaba dispuesta a ayudarla con las labores del hogar. La anciana se encariñó de tal manera que le permitió quedarse de forma indefinida. Tres años después, de allí salió rumbo al altar.
Amelia era enfermera; encontró trabajo en el hospital local y fue ahí donde conoció al difunto, con el que vivió en aparente armonía por cinco años y con quien tuvo a su segundo hijo. Pero la dulce Amelia tenía un lado oscuro. Había sufrido mucho con lo desdichada que había sido su madre. El esposo de su madre era un alcohólico y un abusador.
El primer marido de Amelia era un próspero comerciante, pero alcohólico y maltratador. El segundo era un apuesto y exitoso médico: le fue infiel desde que se embarazó. Para desgracia de ellos, durante el noviazgo, ninguno de los dos, habían develado el demonio que escondían. Tampoco habían imaginado que la oscuridad de su apacible esposa era peor.
Mientras derramaba un puñado de tierra sobre el ataúd, deseaba en lo más profundo de su ser encontrar un buen hombre que la amara y la respetara. Se preguntó si no extrañaría el placer que experimentaba como verdugo
Observar cómo la vida se les escapaba en silencio. Ellos, paralizados, mudos, indefensos, conscientes y viéndola fijamente. Sentir de nuevo ser el centro de atención. Tres muertos eran demasiado, además, podría levantar sospechas. ¿Tendría la voluntad de parar?…