Roberto Vega
La corbata
Después de que su directora le comunicó en pleno directo el alcance de lo que estaba sucediendo, haber elegido aquella corbata de flores con fondo azul para presentar el programa le parece una broma macabra del destino. La opinión de todos sus colaboradores es unánime: aquel crimen va a ocupar los titulares de todos los medios durante varios días. Y él, el presentador estrella de las mañanas, está allí para contarlo: «Hallan el cuerpo sin vida de un famoso diseñador con varios impactos de bala en la puerta de su mansión … la policía nacional sospecha que es obra de un sicario a sueldo. El individuo, que huyó en una motocicleta, va armado, y se considera muy peligroso».
Las imágenes se suceden, y el presentador da paso a sus compañeros mientras se remueve en su sillón de cuero negro.
—¿Qué demonios le ocurre? —pregunta desde una sala contigua la realizadora del programa—. Está pálido. ¿Sabes si se encontraba mal hoy?
—No lo sé, no me ha dicho nada —responde el regidor al tiempo que se ajusta los auriculares—, pero está temblando. Tienes que cortar esto: da paso a la publicidad.
—No. Ahora no podemos cortar: nos comerían el resto de cadenas. Además, tenemos varios testimonios, que los colaboradores hagan preguntas. Y tú, no sé, dale agua, que lo retoquen los de maquillaje, y que te diga qué diablos le pasa.
El presentador ve acercarse al regidor con un vaso de agua. En el micrófono de su oreja, una voz da instrucciones desde realización, pero, aunque asiente una y otra vez, no entiende nada de lo que le dicen. No puede apartar la mirada de la pantalla, donde aparecen de forma simultánea un testigo dando su opinión y la víctima sobre la acera cubierta con una manta (la imagen está tomada desde un helicóptero).
Entre jadeos, deshace el nudo de la corbata y se la entrega al regidor. Una arcada contrae su pecho, se levanta con brusquedad, y siente la humedad traspasar el cuero negro de sus zapatos italianos al derribar el vaso con el agua.
De camino al servicio piensa en su mujer (en la palidez de sus ojos color turquesa), siempre tan elegante y adecuada. Sin su apoyo nunca hubiera llegado tan alto en la cadena: era la persona más discreta y resuelta que conocía. También piensa en el diseñador asesinado. No puede quitarse ambas imágenes de la cabeza mientras su cuerpo convulsiona sobre el retrete.
En ese instante, el sicario abre una puerta de metal y avanza con cautela por un amplio corredor hasta llegar a unas escaleras. Al tiempo que asciende los escalones de dos en dos, piensa en la frialdad de los ojos color turquesa de la mujer, y en sus instrucciones precisas: «El diseñador debe morir a las diez, esa es la hora de mayor audiencia del programa de mi marido».
Se detiene. Nota el sudor descender por su espalda. Contiene la agitada respiración al escuchar unas risas aproximarse. Sujeta con fuerza su arma, y se oculta tras el lateral de un armario. Dos figuras pasan de largo, y se alejan hasta desaparecer.
Mira un plano: según sus cálculos, su próximo objetivo está al otro lado de las puertas que tiene en frente. Se coloca un pasamontañas en la cabeza, y con un puntapié irrumpe en la sala. Mientras levanta su arma con decisión recuerda las palabras exactas de la mujer: «No puedes equivocarte: mi marido llevará una corbata de flores con fondo azul». Mira en todas direcciones: el escaso público se levanta de sus asientos entre gritos, y se mezcla de forma atropellada con los cámaras y el resto de los trabajadores; el caos en el estudio es absoluto. Entonces lo ve: lleva unos auriculares en la cabeza, y sujeta la corbata con una mano. Sin pensarlo un instante, aprieta varias veces el gatillo y desaparece.
El presentador sale del baño, se siente desorientado. Ve al regidor tumbado boca arriba con la corbata empapada de sangre todavía en la mano. Entonces piensa en el hombre que se la había regalado, su amante durante los dos últimos años, un importante diseñador que ahora yace muerto en una acera de la ciudad.