La Cilantro y Lino

Silvina Brizuela

Los veranos en mi pueblo mantenían la bochornosa temperatura media de cuarenta grados centígrados. Un calor húmedo, pegajoso, que no dejaba respirar y llevaba los nervios al límite de la razón. 

La gente humilde, como nosotros, sin piscina ni aire acondicionado, solía refrescarse con cortas duchas de agua fría a lo largo del día o, en nuestro caso, con manguerazos en el patio bajo la piadosa sombra de la higuera. Cuando podíamos, nos escapábamos en bicicleta hacia el canal de riego del cañaveral, a los pies del cerro. Nos sumergíamos felices en un caudal barroso y fresco, sin pudor, con la ropa puesta, o en calzones.

Las horas de la siesta eran las peores: el sol castigaba sin misericordia a quien se le ocurriera salir de su casa. Solo las lagartijas correteaban de un lado a otro sobre la calle polvorienta de tierra mal apisonada. La “hora prohibida” (como le decía mi madre) solo servía para dormir y pasar rápido e inconscientemente esas temperaturas tan profanas. 

Nadie salía a la siesta, nadie. Salvo La Cilantro y su hijo Lino. Por supuesto que La Cilantro no era el nombre real de aquella enigmática mujer que se dedicaba a vender frutas y verduras por las calles del pueblo. Mi madre la había bautizado con ese apodo porque le causaba risa cómo pronunciaba la palabra “cilantro” alargando la “o” final cuando salía con eco por el tubo ahuecado que formaban las dos manos pegadas a su boca. 

La Cilantro era una boliviana alta y fortachona, de piel gastada y cara arrugada. Caminaba erguida con un sombrero de paja enorme, atado el cabello en una trenza negra, larga y desprolija, tirando de su carro con los cajones llenos de productos frescos. A paso lento y cadencioso, levantando el polvo con sus uyutas desgastadas, aparecía por la esquina zarandeando sus caderas anchas vestidas con amplios y coloridos faldones, llenos de tablillas. 

Voluntad de hierro tenía La Cilantro; sin importar el clima, iba y venía recorriendo cada callecita junto a Lino, su fiel acompañante y único hijo, un grandote con cara de bonachón a quien no se le había dado, vaya Dios a saber por qué, la cantidad de inteligencia que le correspondía. La Cilantro no podía dejarlo con nadie, así que lo llevaba con ella a todas partes. 

No era simpática La Cilantro. Bruta, tosca, cortante… parecía que gruñía al hablar. Mis hermanos y yo le teníamos un miedo desproporcionado. Cuando la escuchábamos a varias cuadras de distancia, desaparecíamos. “Cebollas, papas, perejil, tomates, cilantrooooo”, vociferaba entre la polvareda. 

Cuando crecí un poco, ya adolescente, me tocaba a mí hacer las compras de verduras los sábados. Me quedaba esperándola, bajo el sol infernal, canasto en mano, hasta que llegara a la puerta de mi casa. Ya no temblaba de miedo cuando sus ojos de serpiente me miraban preguntando, sin hablar, qué le iba a comprar ese día. El que me asustaba en aquella época era Lino. Cada vez que me veía, corría a toda velocidad hasta que su cara quedaba a dos centímetros de la mía y me gritaba:

—Hola Silvinaaaaaaa —me gritaba como si hubiera metros de distancia entre nosotros—. ¿Te querés casar conmigo?

—No Lino, muchas gracias —le respondía aterrada.

—¡¿Por qué?! —me seguía gritando, procurando seguir pegado a mí, mientras yo daba unos pasos hacia atrás o hacia los costados.

—Porque no quiero, Lino —contestaba yo, incómoda y asustada.

—Liiiiinooooo —me rescataba La Cilantro—. ¡Vení para acá! —ordenaba con su grueso vozarrón. 

Entonces, Lino bajaba la cabeza y caminaba arrastrando las uyutas, hasta esconderse atrás de su madre. A veces lo zamarreaba o le tiraba el pelo para que me pidiera perdón. A mí me daba pena, más aún cuando lo escuchaba llorisquear con vergüenza y aparecían sus ojos tras el hombro de la madre para decirme: “Pe… pe… perdóname, Silviiiiinaaaaa”.

Luego, La Cilantro continuaba su eterno recorrido, trotando Lino mansito a su lado. Sus siluetas se perdían entre el polvo y calor de mi pueblo en verano.