La boda

Ana Isabel Pozo

No soporto a la gente que dice refranes, y hay en concreto uno que me saca de quicio: “No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”. Y es que a mí no me hubiera hecho falta ver morir a mi hermana para saber lo que tenía. 

Era un sábado de mayo. Mi hermana y yo siempre hemos sido de desayunar fuera. En casa, el café rápido, casi como un chupito; fuera, la tostada con aguacate, sal y pimienta con un pan de veinte cereales y un capuccino.

El día de mi boda no iba a ser diferente.  Después de haber colocado el vestido sin funda, los zapatos sistemáticamente colocados justo debajo y las medias y la ropa interior encima de la silla, desperté a mi hermana y le dije: “¿Desayunamos?”.

Y así fue: bajamos al bar de la esquina con Goya y Príncipe de Vergara. Era nuestro favorito. 

La conversación se centró en mi día. Si Pablo era la persona indicada, qué tipo de padre iba a ser, si teníamos intención de intentarlo pronto y que la luna de miel paradisíaca que habíamos organizado era perfecta. Me confesó que me echaría de menos, aunque no tanto como yo a ella y que me envidiaba por ser la protagonista. Nuestra relación siempre había sido muy especial y auténtica; sabíamos lo que pensábamos con solo mirarnos.

Cuando terminamos el café y salimos, me dijo que tenía que ir a sacar algo de dinero, y la acompañé al cajero que teníamos  en la calle de enfrente. Cuando metió la tarjeta, me sonó el móvil: era Pablo. Con mi voz más dulce y mirando a mi hermana, contesté: “Hola, futuro marido, ¿qué tal has pasado la noche? ¿Te acostaste muy tarde o tus primos te dejaron ir a la cama temprano?”.

Me estuvo contando su noche intentando arrastrar a sus primos de Bilbao para no tomarse la última que llevaban prometiendo tres bares anteriores. Hablábamos como dos recién enamorados, tanto que no me di cuenta y, del propio movimiento encantador, me había alejado de mi hermana y me había parado en un escaparate de ropa de bebés, admirada por un conjunto de vestido y por un cubrepañal a juego con un gorro de la casa de la pradera. 

Me acordé de la conversación del desayuno y me fui acercando al cajero donde mi hermana estaba cogiendo un fajo de billetes y metiéndolos en la cartera que sujetaba con la otra mano. De repente, un chico con capucha negra y pantalones anchos se le acercó por detrás y  vi que la agarraba por el cuello.  No supe qué le decía pero, sin saber muy bien por qué, pronuncié el nombre de mi hermana en alto. 

El hombre se asustó y redujo su fuerza, lo que permitió a mi hermana forcejear y venir hacia donde yo estaba. Entonces, vi que mi hermana se retorcía y abría los ojos como si hubiera visto un fantasma. Miré hacia atrás, pensando que había alguien detrás de mí,  mientras Pablo seguía contándome lo que sus primos le habían montado la noche anterior a nuestra boda. 

No fue hasta que giré de nuevo la cabeza cuando vi a mi hermana Carla de rodillas. El hombre corría en dirección contraria, y ella se tocaba el estómago, que ya había empezado a teñirse de rojo sobre el vestido crudo que llevaba. 

Solté el teléfono y, acercándome a ella, me arrodillé a su altura y le sujeté el cuerpo mientras se desplomaba. “¡Socorro! ¡Una ambulancia, necesito ayuda!”, grité. Entonces, mi hermana me cogió de las manos y me dio el fajo de billetes que había protegido desde que aquel tipo la había avasallado. 

—Aquí tienes mi regalo de boda. Vas  a ser la novia más guapa del mundo.

—No me hagas esto, Carla, te necesito. Aplazaré la boda, pero quiero que estés a mi lado. 

—No, hermana, tienes que casarte e irte a esa luna de miel maravillosa a darme un sobrino. Quiero que seas feliz. Te voy a echar de menos. Estaré bien. 

Yo no paraba de llorar mientras ella me miraba tranquila, pero angustiada de dolor. Aquel día no solo no me casé, sino que asistí al funeral de mi hermana. Acabó siendo la protagonista de ese día y me dejó sola.