La alfombra china

Ana Gargallo

Corinne cruzó el salón con intención de salir unos minutos al jardín, pero se detuvo sobre la gran alfombra que heredó de sus padres. Solía esquivarla, pero esta vez no lo hizo. La caricia de la seda natural en la planta de sus pies la trasladó a su infancia, y allí decidió quedarse por un momento.  Recordó cómo su madre, arrodillada en el suelo con los ojos muy abiertos, la desenrollaba lentamente como si fuera de cristal. La llegada del papá de cualquier parte del mundo siempre era una fiesta donde sus hermanos y ella descubrían tesoros envueltos en papel de estraza o de periódico dentro de la maleta sobre la cama; pero aquel día fue mamá la más sorprendida: aquella joya que encontró en el barrio de anticuarios de Wuxi —ciudad cercana a Shanghai a orillas del lago Taihu— fue el objeto más valioso que tendrían nunca. 

Tuvo claro que quería quedarse con aquel tesoro, y así lo acordó con sus hermanos cuando, pasados los años, tuvieron que deshacerse de la casa de sus padres. La cuidaba con mimo, pero nunca había prestado demasiada atención a sus detalles hasta aquel día. De pie con la cabeza inclinada hacia abajo, Corinne recorrió con la vista los miles de dibujos en miniatura de una gama infinita de azules, verdes y rosáceos que plagaban su fondo aterciopelado casi blanco.  No encontró dos iguales: cientos de flores, hojas, pájaros y filigranas convivían de manera caótica sin dar juego alguno a la geometría; llegaban hasta los bordes, sin remates, como asomados a un precipicio. Un instante antes de llegar a concluir que no había ni una sola figura humana, topó con una cara diminuta de rasgos orientales con dos ojos como botones que se clavaban en los suyos. Aquella minúscula mirada que se cruzó con la suya fue el portal por el que Corinne entró a formar parte, como una figura más, de aquel universo selvático. De pronto, levantó el vuelo y salió de su casa para planear con un movimiento ondulante sobre Toulouse, sobre su país y sobre su continente, hasta posarse en el lecho de bambúes de un inmenso lago en la China de hacía dos siglos. 

Cuando recuperó el tacto de la planta de sus pies, volvió a notar suavidad, pero la frescura seca de la seda fue sustituida por una viscosidad de barro caliente. Con esa sensación emprendió un camino concentrada en la búsqueda ciega de algo que solo pudo descifrar al llegar a una calle estrecha y bulliciosa de pequeños almacenes y talleres de artesanos de todo tipo. El frenético ritmo de martilleos y chirridos metálicos tapaba el runrún de las conversaciones que, a buen seguro, levantaba el paseo sonámbulo de esa mujer de extraños rasgos y vestimenta. Se situó frente a una fachada cubierta de alfombras y tapices colgados a ambos lados de un portón entreabierto; al empujarlo, encontró a varios niños y mujeres de espaldas a unos telares verticales enormes para su tamaño quienes, en absoluto silencio, tejían y anudaban, cortaban y volvían a anudar hilos de seda que cogían de una cortina brillante y multicolor de madejas colgadas de cuerdas horizontales gruesas, a las que se subían por unas escaleras de madera. Las mujeres y los muchachos mayores parecían seguir el patrón de unos dibujos que tenían extendidos sobre los travesaños del propio telar; los niños más pequeños trabajaban sobre la urdimbre a su propio albedrío, como única concesión a su corta edad. De pronto, uno de los críos se dio la vuelta, y Corinne reconoció aquella mirada de botones de alfiler. Sin cruzar una sola palabra, se cogieron de la mano y corrieron juntos sin parar a respirar hasta que estamparon sus huellas de porquería y barro sobre la alfombra que seguía sobre los juncos.  

Aquella misma mañana, Corinne estaba de vuelta en casa. No contó nada a nadie, ni siquiera a su marido Pierre, cuando preguntó por la alfombra. Ella le contestó que la había llevado a limpiar a la tintorería, pero él ya no escuchó—se trataba de una de esas preguntas insustanciales que, cuando se terminan de formular, uno ya está pensando en otra cosa— o quizá lo olvidó porque en aquel momento recibieron la llamada de un representante de la Oficina Regional de Acogida de Menores de la Occitanie, que los emplazaba a una reunión para revisar su solicitud y conocer a Shun —significa “suave” en chino—, un niño que alguien había encontrado solo y descalzo deambulando por la ribera del río Garonne.