Jugando con Cela

Manuel Alonso

Llegué tarde a mi vuelo. Documenté y me fui de prisa a la sala de abordar para solicitar mi ascenso a clase ejecutiva. Delante de mí había una mujer haciendo lo mismo. Le dieron su pase de abordar; dio la media vuelta, me sonrió y me deseó suerte. “Qué atractiva mujer”, me dije. Delgada, de unos cuarenta y cinco años, pelo largo muy bien cuidado, falda corta y una blusa muy coqueta, de esas que tienen un amplio escote, pero que no muestran nada. Le correspondí la sonrisa, y quedé en espera del ascenso. La esperanza rindió frutos: sí viajaría en la clase ejecutiva. Llegué a mi asiento, precisamente al lado de ella.

“¡Hola!”, le dije. Sí, tuve suerte. Ella bajó el libro y, por encima de sus lentes, me miró y solo respondió con una sonrisa tenue. Nunca he sido bueno, ni proclive a iniciar conversaciones en un viaje. Por costumbre aprovecho el tiempo para leer. Así que, viendo que mi vecina estaba inmersa en un libro, yo hice lo propio.

Apenas se niveló el avión y nos ofrecieron una bebida. Ambos seleccionamos vino tinto; ya servido, choqué mi copa con la suya y le dije: “Salud, buen vuelo”. Su respuesta fue nuevamente una sonrisa.

Apoyó su libro sobre la mesita; era la Enciclopedia del Erotismo, de Camilo José Cela. 

―Divertida lectura —abrí la plática—. Siempre me ha gustado el estilo de Cela. ¿Sabía que él escribió todas sus obras a mano? Nunca utilizó una máquina de escribir.

―No, no lo sabía. Era un escritor muy peculiar; no solo en eso: su lenguaje era exquisito, aderezado siempre de citas, ocurrencias, frases felices, pero… ¿usted por qué lo leyó?

―En un intercambio de Navidad, me lo obsequiaron. Quien me lo dio era gay; no sé si se trataba de una insinuación.

Soltó una carcajada y dijo: 

—Perdón, perdón, pero no será usted gay, ¿verdad? —dijo al mismo tiempo que cruzaba la pierna y mostraba su bien formado muslo que, con los rayos del sol, resaltaba unos destellantes y finos vellos rubios.

―No, para nada, todo lo contrario. Y, por cierto, ¿te das cuenta de que nos estamos hablando de usted? Soy Armando, mucho gusto.

―Silvia. ¿Y a qué vas a Nueva York? —preguntó acomodándose en el asiento, lo que desacomodó su blusa, que reveló un busto firme, bien redondeado, con el efecto justo de la gravedad.

―Voy a un evento de trabajo. Es el aniversario de un cliente que va a ofrecer una cena de gala en el Hotel Pierre.

―Qué elegante. ¿Y vas solo?

―Sí. Enviudé hace un par de años, y así sigo.

―¿Me invitarías? —me lo dijo casi al oído.

Titubeante por la sorpresa de la pregunta, respondí: 

—Cla… claro, ¡cómo no! Sería un honor.

―Es una broma; apenas nos conocemos.

―¿Crees en el amor a primera vista?

―Ja, ja, ja, ja, es una pésima línea para conquistar.

―La lengua es la más eficaz de todas las armas, según decía Cela. Dame otra oportunidad.

―Esa sí me gustó —Al mismo tiempo que lo dijo, se acercó para darme un beso en la mejilla. Reaccioné rápido: la sorprendí volteando para que se encontraran nuestros labios. Se quedó petrificada y cambió su semblante—: ¡Hey!, vayamos despacito.

―Perdón, no me pude contener, pero ¿no me digas que no te gustó?

―La verdad, sí, y mucho, pero es una libertad que yo no te di.

―Es un jueguito pero, si te ofendí, discúlpame —expresé serio.

―¿Quieres jugar? ¿Cuánto apuestas a que te puedo provocar una erección solo con mi mirada?

―Por supuesto que apuesto. Si no lo logras, me acompañas a la cena y, si lo consigues, te regalo una bolsa de la marca que quieras.

Se giró hacia mí; casualidad o no, su blusa hizo más evidente su contenido y me clavó su mirada. Sus ojos eran expresivos; se humedecieron. Los cerraba y los abría con pausas; repasaba mi cuello y luego mi vientre. Yo temblaba y sentía escalofríos. Dirigió su atención hacia mi bulto; después, en un exabrupto, volvió con sus párpados totalmente abiertos, y me encaró.

―Nos vemos mañana en Hermes a las doce.