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Darwin Redelico

Interrogatorio precoz

La policía secreta había infiltrado eficazmente a sus mejores espías entre la concurrencia al mitin del partido revolucionario, que por entonces se hallaba proscripto. 

El coronel Hermida, al mando del cuerpo, dio la orden de dispersar la multitud y efectuar una redada para atrapar a sus líderes. Un tiro al aire fue la señal y al unísono todos los agentes encubiertos comenzaron a disparar. La mayoría no pudo escapar y fueron atrapados y secuestrados. 

En medio del caos, un concurrente parecía desafiar (heroica o inconscientemente) a la autoridad de un modo provocativo. Su aspecto era bastante peculiar: alto, rapado, vestido de cuero negro, con su rostro cubierto de piercings y tatuajes. No solo no huía, sino que los confrontaba con la mirada mientras recolectaba folletos prohibidos y los agitaba.

Sin oponer resistencia fue reducido, encapuchado e introducido en una camioneta militar junto al resto para ser trasladado a una cárcel secreta.

Una vez encerrados, se estremecían al descubrir la presencia del coronel Hermida: el militar era conocido por todos los grupos clandestinos debido a sus métodos brutales de tortura. Sin embargo, lo que más llamaba la atención de todos aquellos detenidos era aquel hombre tatuado que nunca habían visto. Daban por sentado que él era el que los había entregado.

Los apresados iban siendo reubicados y llevados al interrogatorio.  Cerca de la medianoche, aún se escuchaban los gritos y súplicas de aquellos que estaban bajo apremios. El objetivo era descifrar la estructura de la organización e identificar a los demás partidarios a fin de apresarlos también. Pero nadie podía reconocer al tatuado.

Éste, al ser inspeccionado no se le encontró documentos, solo folletos clandestinos, una agenda y un libro prohibido. Se le descubrió el torso también cubierto de tatuajes y más piercings.

– ¡Cuánta decadencia! – se quejó Hermida a sus tres colaboradores mientras les hizo señas para que lo amarraran a una silla. 

Acto seguido ordenó que lo golpearan, como para “ablandarlo”, pero no respondía a las preguntas. El propio Hermida le propinó un golpe en la boca del estómago. Solo gimió.

El torturador insistió, pero dado el persistente silencio tomó una cachiporra y le partió la frente de un golpe provocando la risa de los subalternos.

-Tipos con más huevos que vos se quebraron, ahora vas a ver marica- Y le dio un puntapié en los testículos lo que provocó otro gemido.

– Coronel, éste debe ser un peso pesado- le dijo en voz baja uno de los subordinados.

– ¿Le parece? Nunca lo había visto, ¿qué dicen en Inteligencia? –

– No tiene antecedentes, ni siquiera los compañeros lo conocen-

– ¿O será que lo quieren encubrir porque es muy importante? –

Lo colgaron de los brazos, le arrancaron una uña y el piercing del pezón. Pero no solo no confesaba, sino que su rostro mostraba una paz a esa altura incomprensible.

– Coronel, ¿lo cachearon bien? –

– ¿Por qué lo dice? –

– Porque debajo del pantalón está ocultando algo

El coronel renegó de la inutilidad de su tropa y ordenó que lo desnudaran. Lo que se ocultaba era su enorme pene en plena excitación.

– ¡Qué hijo de puta! uno laburando por el país y éste haciéndose la paja. ¡Cocínenlo ya! –

Era la orden para usar la picana eléctrica. Se le aplicaron descargas y parecía disfrutarlas ante la incrédula mirada de todos.

  • ¡En las pelotas! – 

Pero producía el efecto contrario: el miembro emergía con un orgullo y osadía que desafiaba a los más viriles. Elevado, duro, lustroso. Parecía a punto de explotar.

Los tres ayudantes comenzaban a divertirse ante la mirada petrificada de su superior.  Siguieron aplicando descargas a sus testículos hasta que por primera vez el detenido comenzó a proferir alaridos ensordecedores como si se hubiera guardado para ese momento la exteriorización de todo lo sufrido. Apuntó al techo, comenzó a gritar como endemoniado, a temblar, a contraerse con el falo cada vez más firme hasta que finalmente erupcionó una viscosidad tan densa y fermentada, como si hubiera estado esperando desde el principio de los tiempos, como pudo comprobar el coronel al limpiarse el rostro.

– No lo puedo creer- se lamentó Hermida mientras se contemplaba la mano pegajosa- que patriotas como nosotros perdamos el tiempo con estos pervertidos, enciérrenlo por treinta días-

– ¿Bajo qué cargos? –

– Atentado al pudor, ¿quién lo trajo? –

– Migues, coronel-

– Tres días de arresto a rigor por idiota-

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