Increíble

Thelma Moore

Thian sentía que le estallaba la cabeza.  Ya no quería pensar en su situación, se fue a un rincón, se sentó sobre la tierra húmeda y se recargó sobre la roca lamosa.

No podía llorar más, bajó los párpados y al abrirlos vislumbró contra la luz de la entrada de la cueva una figura que le pareció conocida.  Se restregó con fuerza los ojos y, ahora sí, reconoció a quien se acercaba tambaleándose a ella.  

Sí, sí, era ella, Mai, su leal amiga y, además, (no lo podía creer), llevaba algo cargado en su espalda. Se levantó como un resorte y extendió sus brazos para sostener a Mai y a su carga.

Mai venía pálida y demacrada, pero a Thian le interesaba sobre todo lo que llevaba. Quería   cerciorarse de que era su pequeño Lan. Sus manos ávidas se apoderaron del  envoltorio para descubrirlo.

¡Ah!, apenas lo reconocía, en una semana había crecido, pero era evidente que tenía hambre. Sus pechos ya habían empezado a mojarse.  El niño se prendió del pezón.

Solo hasta entonces desvió  su atención hacia Mai, quien yacía inconsciente. Le dio a beber agua y le mojó la cara, su semblante mejoró un poco. 

Mai, con lágrimas en los ojos y con voz apenas audible, le contó que después de que Thian se había ido a Vien Sung, con la convicción de explicarles a sus padres el pecado cometido, los soldados  invasores habían entrado a su aldea y ellos habían corrido a la selva para evitar su muerte.

Algunos soldados vietnamitas los llevaron consigo a uno de los túneles de defensa y ahí les proporcionaron refugio y alimento por dos días.

Al tercer día les indicaron que debían salir hacia el sur, en busca de protección en las cuevas porque el enemigo estaba bombardeando con Napalm y la selva no los libraría de las quemaduras.  Les proporcionaron unas cuantas provisiones y leche en polvo para el bebé, así como guajes llenos de agua.

La travesía no fue fácil, tenían que esconderse en el día y caminar por la noche enfrentando peligros de todo tipo.

Mía prosiguió, le narró a Thian que el Duc Cao Dai* los protegió: una mañana Lan estaba muy inquieto lloraba y lloraba.  Habíamos divisado una patrulla de soldados enemigos.  Uno de ellos se desvió y escuchó el llanto del niño.  Yo le tapé la boquita, y, ante el miedo de asfixiarlo, resultó peor. Él nos descubrió, era casi un chiquillo, recuerdo haber visto el azoro en sus ojos azules.  Pasado un momento, se dio la vuelta y se fue. 

En eso sentí la picadura de una araña que me provocó un dolor intenso, así como una sensación de adormecimiento en la mano y el brazo.

Mai prosiguió su relato con un hilo de voz,  y un acceso de tos la estremeció. Caminamos varias noches.  Las dos ancianas que venían con nosotros perecieron.

La picadura me hinchó todo el brazo, y me daban accesos de fiebre.  Yo protegía al bebé todo lo que podía.  Una de las señoras del grupo tejió un sostén con hojas de palma y me ayudó a colgarlo en mi espalda.  Ello me alivió la tensión en mi brazo.

Pero… (Mai respiró hondo y tosió), no te he contado lo más importante.  Los ojos de Thian se abrieron al máximo, pues creía que lo que había escuchado era sorprendente en sí. 

Mai prosiguió con dificultad.  En una de las caminatas nos encontramos a un grupo de combatientes de la resistencia.  Lo increíble fue habernos topado con tu padre entre ellos. Se sorprendió al verme, y más con un bebé a cuestas.  Estaba tan maltratado físicamente que, rompiendo el juramento que te hice, le dije que no era mi hijo, sino su nieto.  

¡Oh! Thian, lo tomó tiernamente en sus brazos y las lágrimas rodaron por su cara como señal de perdón.  Con el bebé en alto, le dio gracias a Duc Cao Dai por haberle permitido conocerlo.

Thian estalló en sollozos, le pasó a Mai la mano por la frente y le dio un beso, al mismo tiempo, su oído percibió el último aliento de su amiga tan querida.

 

*Duc Cao Dai  El Gran Señor