Fuera del lugar que ocupo
Montserrat Elwes
Aquel día salí de la oficina a mi hora. No era lo normal: siempre me entretenía terminando algún informe. Pero ese día (lo recuerdo muy bien) había tenido una jornada gris. Una de esas con las horas densas. Un día verdaderamente para desaparecer sin que nadie se diera cuenta.
El Metro llegó rápido. Elegí sentarme donde había dos asientos libres. Tenía un íntimo
deseo de no mezclarme con otros viajeros del vagón. Al poco sentí que alguien se sentaba a mi lado. Sentí, sin mirarlo, que era un hombre, delgado. Olía bien. No mostré interés en mirarlo.
—Marta, te estaba esperando —dijo.
Me volví sorprendida, con el convencimiento de que el viajero al que no le había prestado
atención era conocido. Sentía cierta vergüenza por no haberlo saludado. Hice un gran
esfuerzo por recordar.
—No te preocupes. Yo sí te conozco. Te he observado mucho últimamente.
Sentí un escalofrío. El calor pegajoso del Metro me resbaló por la espalda. ¿Quién era este tipo? ¡Para!, seguro que quiere venderme algo, pedirme dinero, timarme. Cambié el bolso de lado, y lo sujeté más fuerte.
—Marta, no quiero nada de ti, vengo a ofrecerte algo, algo que tú puedes elegir. Soy del departamento de Bienestar Humano de la Consejería de Desarrollo Personal de la Comunidad de Madrid. Nuestro objetivo es que seas feliz, tú y todos. Pero no podemos decirte qué necesitas: tienes que decidirlo tú. Ahora espero que tú me pidas lo que quieres.
—No necesito nada. Todo está bien. Tengo trabajo, tengo pareja que colabora en casa, recoge a los niños del colegio… olvida tirar la basura a veces, pero nadie es perfecto.
—¿Por qué no se te ve sonreír entonces?
—Todo lo que le pasa a mi vida está bien.
—¿Y lo que le pasa a tu vida es lo que te pasa a ti?
Me quedé mirándolo; sentí que me insultaba. ¿Quién era este tipo que llegaba de no sé dónde? Estuve a punto de levantarme y dejarlo ahí, con esa carpeta verde de vendedor de alarmas.
—Bien, ¿qué quieres? Ya lo sabes, ¿verdad?
—Salir de mi vida —dijeron mis labios sin contar conmigo.
—Bien, ese es tu deseo. Ya tenemos un plan. Dentro de un mes volveremos a encontrarnos y sabrás dónde está tu felicidad. No será necesario que me respondas.
Iba a vivir fuera del lugar que ocupaba. Alguien representaría mi vida y yo, mientras tanto, podría vivir cualquier otra. No tenía que dar explicaciones a nadie. Mi vida seguiría estando donde estaba, pero yo no. Me resultaba apetecible, aunque daba cierto vértigo.
En la calle saqué el móvil del bolso para avisar a Juan que estaba de camino. No había contactos. El wasap estaba vacío. Cuando me disponía a meter la llave en la puerta de casa, escuché mi voz hablando con Juan. Estaba cuestionando la cena que les había puesto a los niños. Juan argumentaba. Los niños se peleaban (supongo que ya en pijama).
Entonces me di cuenta: podía marcharme, viajar, o quedarme ahí observando cómo esa que era yo se peleaba con Juan o mandaba a los niños a dormir. ¡Y elegí! Esa noche elegí ir a un hotel que había visto tantas veces de camino al trabajo. Elegí darme un baño interminable, sin prisa, sin pedir permiso a nadie. Al día siguiente, elegí comprar un billete
de tren hasta San Sebastián, pasear por la playa sin mirar el reloj. Dos días después, elegí pasear por un valle que desconocía. Tres semanas más tarde, estaba en Roma improvisando helados y calles. Disfrutaba sabiendo que alguien representaba por mí el papel correcto en cada lugar.
Durante un mes improvisaba la jornada. Cosas absurdas, pero divertidas. Mi imagen sonreía en los escaparates.
No era consciente de los días pasados, pero debería de cumplir un mes porque aquel hombre apareció junto a mí mientras me soleaba en un banco.
—Te veo sonreír. Era esto lo que queríamos. Dime, ¿has decidido ya dónde quieres estar?
Cuando empecé a caminar, cogí mi teléfono móvil para ver la hora. Entró una llamada de Juan. Todos mis contactos estaban de nuevo en el archivo de wasap.