Fantasmas de papel
Roy Carvajal
Acercó un taburete a la despensa y tomó una botella de vino de mesa. La guardó en su mochila de la escuela. Cerró la puertecilla y bajó. Se agachó, y con un tenedor accionó la ratonera bajo el desagüe del fregadero. Tomó unos bloques de sebo y los guardó en el bolsillo de su pantalón corto. Salió de la cocina con su botín antes de que llegara su padre y lo vapuleara a puño limpio.
Luca se sentó en la planicie con el cuaderno del quinto de primaria apoyado sobre las piernas. Las sombras alargadas de cipreses se agitaban al unísono con las páginas en blanco. El crepúsculo teñía el cielo púrpura y cálido sobre la casita que alquilaba su padre en la colina. La madre de Luca falleció al traerlo al mundo, y su esposo, que en los veranos se ausentaba por la vendimia, no lo pudo soportar y dejó que el vino y la grappa tomara las riendas de su vida. Cuando su padre lo culpó en su ebriedad por la muerte de su esposa, entre azotes con el cinturón y bofetadas, se convirtió en un niño atormentado e introvertido.
Esa tarde, Luca empezó a escribir una nota:
«Papá, mamá…», fueron las palabras que dejó escapar de su lápiz tembloroso. Intentaba transmitir su despedida entre líneas, queriendo que alguien entendiera su dolor sin tener que hablarlo con nadie. Jamás lo volverían a golpear.
Escribió un par de palabras más, y antes de poder terminar, una ansiedad desesperada le llevó a masticar un bloquecillo de sebo que le provocó arcadas. Tomó otro del bolsillo de su pantalón y bajó el amargor con tragos largos de vino. Vomitó el tinto sobre el cuaderno y empezó a convulsionar entre espasmos abdominales.
Las hojas de su cuaderno empapado de vino se soltaron del lomo y empezaron a plegarse. Grullas y colibríes blancos de origami aleteaban felices a su alrededor. Formaron caleidoscopios de luz blanca que giraban frente al poniente. Zorritos bidimensionales salieron del cuaderno replegando sus colas blancas en dobleces delicados, bailando en círculo alrededor de Luca:
«Sotto il mare di questa vita mai vorrei morire. Mare amaro, mare amaro», cantaron sonando sus acordeones con fuelles de papel contrayéndose y expandiéndose.
Se desplegaron y se metieron planos como una alfombra de papel bajo el cuerpo de Luca, que permanecía sentado entre los cipreses.
«Mare amaro, mare amaro», siguieron su tarantela hasta que se replegaron juntos y tomaron la forma de un barquito de papel. El niño navegó extasiado, salpicado por los mares de vino tinto con un sombrerito de papel y el lápiz como espada, riendo a más no poder. Pero el tinto empapó el barquito y comenzó a deshacerse. Luca se aferró al doblez del triángulo de lo que era el mástil. Antes de hundirse, el mar de vino se evaporó con el poniente. El barquito dobló sus lados como si fuesen alas y el triángulo del mástil se replegó en la punta de un avión enorme. Luca se aferró al fuselaje de papel y desde el cielo vio los viñedos, la colina, el bosque, su casa. Su padre curtido por el sol abrazaba a su madre, radiante, de cabello negro en moño y piel blanca, sonriente y dándole el pecho a un recién nacido. El delicado fuselaje de papel se rompió y Luca desapareció cayendo sobre nubes blancas y espumosas.
El padre, que regresaba del viñedo, dejó la azada y la desbrozadora al pie de la colina. Corrió hacia los cipreses y encontró a su hijo con espuma en la boca. Con lágrimas en los ojos, lo sacudió con fuerza y lo acercó a su hombro, temiendo lo peor.
¡Hijo, hijito! —exclamó aliviado al sentir el aliento de Luca.
Miró hacia abajo y vio el cuaderno abierto con las páginas arrancadas y una nota. Leyó las escuetas palabras que Luca escribió antes de caer inconsciente.
«…los amo».
Un avioncito de papel cayó de los cipreses y Luca dejó de respirar.