El último día de normalidad

Angie Aldana

Domingo 14 de marzo

 

Estoy cansada. Siento mi cuerpo y mi mente muy… pesados. Estoy harta de pensar; me encantaría tener un interruptor y poder apagar mi cerebro.

No sé qué hacer con la universidad; las materias me gustan mucho, pero… ¿realmente, quiero ser profesora?, ¿quiero ser algo?, ¿de qué sirve soñar con un trabajo si no vale la pena?, ¿para qué rayos estoy viviendo?

 

—Oye —me llama mi hermana—. ¿Qué significa «C-o-m-p-l-e-j-o»?

—Es sinónimo de “difícil” —le respondo en lengua de señas; apuesto que solo me lo está preguntando para intentar darme conversación. 

—Ah, gracias.

 

Yo le sonrío a secas y sigo comiendo. Es pasta con carne molida. Me encanta la pasta, o bueno, me encantaba; ya ni siquiera quiero comer: nunca tengo hambre. Cojo el plato, me pongo de pie y lo dejo en la cocina.

 

Ahora, ¿adónde voy?

 

Puedo ir a mi cuarto para seguir mirando al techo y preguntándome cuándo leeré ese documento de cien  páginas para el quiz del martes. Seguiré odiándome por no ser capaz de leer. No quiero volver a leer diez veces un solo párrafo. ¿De qué sirve? ¿De qué sirve estudiar?

 

Antes de pensarlo más, decido ir al cuarto de mis papás. Al entrar, me tiro en su cama y me cubro con mi cobija naranja. Me quedo así un rato, mientras en el televisor suena un partido de fútbol, solo interrumpido por la voz de mi papá.

 

—Mamochita, ¿qué haces?

El silencio le responde.

—Angie, ¿estás bien?

Silencio.

Escucho la silla chirriar y sus pasos acercarse. Siento cómo se sienta en la cama, cerca de mi espalda y luego pone su pesada mano en mi hombro.

 

—Angie, mamochita, ¿qué pasa? Háblame.

—¿De qué sirve? —le respondo con la voz apretada.

—¿Qué dijiste? No te escuché, quítate la cobija.

 

Intenta quitarme la cobija, pero yo lo impido; solo me descubro la nariz para poder respirar mejor, ya que siento a mi compañero diario: el nudo en la garganta. Pero decido no responder: es mejor no hablar.

 

—Angie, me estás preocupando, ¿qué tienes? —La preocupación en su voz me rompe, y empiezo a llorar—. Mamochita, por favor, cuéntame.

—Estoy cansada, pa, solo… cansada.

—¿Cansada de qué?

—De la U, de los trabajos, de mí, de Dios, de… la vida.

—¿Cómo así?

—¿Para qué vivo? ¿Para esclavizarme durante cinco años a una carrera? ¿Para seguir cansada todo el día? —En ese momento, escucho las voces de mi hermano y de mi mamá acercarse, pero eso no me detiene; ya no me importa nada—. ¿Para qué sigo en una universidad? No podré leer las cien páginas, no podré. No puedo más.

—¿Qué le pasa? —indaga mi mamá con un dejo de preocupación.

Escucho los pasos de ambos entrar y la voz de mi papá decir:

—No sé, llegó a la habitación, se acostó y está llorando; no quiere más la universidad.

—No es eso —lo interrumpo—; no solo es eso. Es todo: yo, Dios, la gente… todo, toda la vida.

—¿A qué te refieres? —pregunta mi mamá.

— Estoy cansada… solo… estoy muy cansada, no quiero más. No quiero el voluntariado, no quiero ser líder, no quiero iglesia, no quiero a Dios, estoy harta de Él, no quiero matarme estudiando, no quiero ser Oscar, nunca tendré un promedio de cuatro punto ocho. Sencillamente, no puedo. No quiero vivir, ¿para qué vivo? ¿para qué sigo?

—Ay… —se angustia mi mamá—. ¿Cómo así, Angie?

—Pero, Angie —dice mi hermano—, estamos aquí, ¿por qué dices que para qué vivir? Nosotros somos tu familia y siempre te vamos a apoyar —se le rompe un poco la voz, pero sigue—. Si quieres parar la U, puedes hacerlo; si quieres otra carrera, puedes cambiarte. También sé que el voluntariado te gusta; lo que haces por las personas con discapacidad es impresionante. No hay personas que hacen lo que tú haces; además, tú los haces muy felices. ¿Ya no te gusta?

—No me gusta nada, Ini. Ya no quiero nada. —Silencio—. Y lo más frustrante —continúo—: es que no sé por qué.

Empiezo a llorar más fuerte.