El semillero | Roberto Vega
Reconoce el tono gris de la furgoneta Mercedes en cuanto la ve aparecer. El vehículo cruza la verja de entrada al Jardín Botánico y avanza despacio por el sendero de grava que lo atraviesa. Mira su reloj. “¿Ya están aquí?”, murmura mientras se incorpora.
Se quita los guantes manchados de tierra, y da una calada al cigarrillo que sostiene entre los labios. Fija su atención en la mancha amarilla que hay en uno de los ejemplares de magnolia. “Luego tendré que volver sobre ello”, piensa al tiempo que apaga la colilla y la guarda en el bolsillo de su chaqueta.
El motor se detiene. Por un instante, una sensación de cansancio se apodera del viejo jardinero: rodeado del manto de color que forman las orquídeas en flor, aquella furgoneta es una especie de anomalía que distorsiona el conjunto. Dos hombres se apean del vehículo: el conductor, un hombrecillo de unos cincuenta, pelo ralo y ojos pequeños, y su compañero, joven, grande y con una barba tupida.
―¡Hay que ver cómo tienes esto! ―El hombrecillo observa los montículos bajo los centros de flores que sobresalen del césped recién cortado; su comentario parece sincero―. ¿Dónde quieres que dejemos la mercancía? ―pregunta señalando la furgoneta.
―Los sacos pequeños del palé los podéis llevar al cobertizo. El grande dejadlo ahí.
El jardinero señala una zona donde la tierra acaba de ser removida. Obedecen.
―¿Esto también? ―pregunta el hombrecillo con un semillero de flores en la mano.
―Sí. Deberían estar protegidas. Dejé en claro que eran muy delicadas.
El hombrecillo las deposita junto al saco de mayor tamaño y sube a la furgoneta. Su compañero ya está sentado en el asiento del copiloto (trastea distraído el móvil), cuchichean algo, y desaparecen por donde han venido.
El jardinero enciende otro cigarro. Levanta la vista hacia las copas de los abetos: está anocheciendo, y sus sombras se proyectan sobre las flores del recinto bajo la luz mortecina de una luna casi nueva. Permanece inmóvil unos segundos frente a la tierra revuelta. Calcula que el trabajo no le llevará más de un par de horas.
Va al cobertizo, coge una carretilla y la carga con uno de los sacos del palé, una bolsa de enraizante, un rastrillo y una pala. Observa el semillero y lanza una maldición al ver el tallo doblado de un ejemplar de rosa pendulina. “¡Serán inútiles!”, maldice.
En ese momento llama su atención un objeto brillante sobre el césped. Está al lado del saco grande que han dejado los hombres. Se agacha. Se trata de un pequeño pin dorado con un escudo en el que se puede distinguir una espada y la palabra “Libertad”. Se incorpora, coge la pala, entierra el pin en la tierra y comienza su tarea. Una hora más tarde, contempla el montículo oscuro que forma la tierra bajo los brotes de rosal que acaba de plantar.
Cuando cierra la puerta del cobertizo, después de haber recogido todo el material, ya es noche cerrada. Al salir, saluda al guardia que custodia una de las entradas del lugar, alzando su brazo. Le devuelve el saludo y continúa hablando por teléfono al otro lado del cristal de la garita.
Llega a tiempo para coger el último tren de ese día. Sentado, solo, en uno de los asientos del vagón, recibe un mensaje de su banco: ha recibido una transferencia. Observa el temblor en sus manos encallecidas, aprieta los puños y los oculta en los bolsillos de su chaqueta. “¿A quién le importa? Sin mujer, sin hijos, sin nadie que me espere en casa, ¿a quién le importo? ―Se deja mecer por el traqueteo del tren―. La vida ―piensa―… mejor así”.
El tren se detiene; las puertas se abren y una pareja se sienta en el asiento que hay enfrente. Intercambian unas palabras y después ella abre la revista que lleva en la mano. En la portada resalta un titular (“Activista en favor de los derechos humanos desaparecido. Se investigan vínculos con la mafia”) y una fotografía del desaparecido. En la solapa de su chaqueta resalta un pequeño pin dorado con un escudo, en el que se puede distinguir una espada y la palabra “Libertad”.