El otro

Diego Covarrubias

4 2

El otro me acecha. Huyo de él lo más rápido que puedo, rompiendo el silencio que reina en el bosque. El ruido de mis zancadas sobre las hojas secas del suelo es apenas un quebradizo murmullo comparado con el furioso latido de mi corazón, azuzado por el látigo del miedo. La noche va tendiendo su manto ciego sobre el espeso follaje, y una lejana luna quiere blanquear con acongojada timidez la copa de los árboles. Un húmedo escalofrío eriza los vellos de mi brazo cuando siento que el otro reanuda la persecución. No es una sensación nueva; es el miedo de siempre, el miedo que llevo sintiendo toda mi maldita vida cuando el otro, el implacable otro, me persigue.

                    A la lenta oscuridad y a la tímida luna, les sigue el viento, y después un concierto de atemorizantes truenos, y, por último, la lluvia. La fantasmal silueta de la cabaña se dibuja en mis ojos, entre los claroscuros crepusculares del horizonte cercano. La lluvia se convierte en tormenta y el viento se arremolina en la copa de los árboles, aullando como una manada de lobos. Salgo del bosque y sigo corriendo, ahora sobre un camino de tierra mojada que lleva a la cabaña. Con ágil torpeza esquivo los charcos de lluvia sintiendo la respiración del otro cada vez más cerca de mi nuca. Embisto la puerta de la cabaña como toro de lidia saliendo de toriles y aterrizo, aterido y tembloroso, en el pequeño vestíbulo.

          Mis ojos tardan en acostumbrarse a la oscuridad. A tientas recorro la superficie de las paredes hasta encontrar la textura de una tela rígida y rasgada por los años de suciedad y de olvido. La descorro, y una luz tenue, amarillenta, rectangular y polvosa entra por la opaca ventana y se extiende sobre el piso, como si fuera una alfombra vieja. Poco a poco, voy distinguiendo las elementales formas de un sillón, de una mesa, de una cama, de un par de sillas. Sobre una repisa hay dos candelabros oxidados con velas rojas a medio derretir. Las enciendo.

          Toda mi vida me he sentido observado, perseguido, juzgado por el otro. Su presencia me aterra: me acobarda en mí mismo, me ovilla detrás de mis huesos y mis tripas, bloquea mis sentidos encerrándome en la cárcel de mi piel. Cuando estos miedos me dominan, mi respiración se agita y los latidos de mi corazón galopan en mi pecho como estampida de búfalos. La adrenalina irrumpe en mi torrente sanguíneo con afán bélico: abultando venas y dinamitando pupilas. Siento una angustia que me impide verbalizar, que me nubla la vista, me quita el hambre, me impide disfrutar de las cosas cotidianas como la textura aterciopelada del pétalo o el aroma del pasto húmedo. Toda mi vida he tenido que vivir con este miedo, con esta sensación de no saber por qué el otro se obstina en perseguirme, en odiarme, en hacerme daño. 

          Pero hoy digo: “¡Basta!, ¡ya no más!” Hoy termina todo.

          Sobre una de las paredes de la cabaña distingo la superficie pulimentada de un espejo y más abajo, la cerámica ovalada de un lavabo. Me acerco para echarme agua en la cara y enjuagar el miedo que se pega a mi esqueleto como camisa sudada. Al levantar la cara y abrir los ojos, veo al otro frente a mí, del otro lado del espejo. 

           Mi enemigo mortal ha caído en la trampa.

          —Así que eres tú —le digo, tratando de ocultar mi miedo.

          —Así que eres tú —me contesta.

          Saco del bolsillo de mi pantalón la pequeña pistola que compré para llevar a cabo mi plan y le apunto al otro, quién a su vez saca una pistola pequeña del bolsillo de su pantalón y me apunta. Nos vemos con fijeza, como si fuéramos dos pistoleros del viejo oeste en un duelo a muerte.

          —Hasta aquí llegaste —le digo.

          —Hasta aquí llegaste —me contesta.

          Doblo mi brazo y coloco el frío cañón de la pistola sobre mi sien derecha. El otro hace lo mismo: dobla su brazo y coloca el frío cañón de su pistola sobre su sien izquierda.

          El solitario disparo rompe la noche en mil pedazos. 

          Después, nada.