El motivo
Darío Jaramillo
El novato luchó con todas sus fuerzas por mantener el contenido de su estómago, pero le fue imposible. Alcanzó a alejarse un par de metros de la escena del crimen, y vomitó el almuerzo. Aquellos huecos donde solían estar los ojos lo perseguirían semanas en sus pesadillas; la boca abierta, como suplicando ayuda o clemencia; el cuerpo rígido y pálido, sentado frente al televisor.
“Me lleva la chingada; el cabrón no podía esperarse hasta después de semana santa para hacer su desmadrito” se dijo Eliseo Sánchez, haciendo a un lado al fotógrafo, para recuperar, de una de las cavidades oculares, un pedazo de papel amarillo, el mismo tipo de papel que estaba en los otros dos cuerpos con un mensaje idéntico.
Aún había más…
El primer cadáver con esa misiva había sido el de Giovanni Méndez, alias “El Muñeco”, dueño de varios clubes nocturnos en Ciudad de México. En aquel momento se pensó que podría ser un ajuste de cuentas porque a la víctima le faltaban las manos. Pero ninguno de los grupos delictivos de la ciudad se adjudicó el asesinato.
La segunda víctima fue Raúl Meneses, cazatalentos para las divisiones inferiores del Club América. A él lo encontraron sin lengua, desnudo, en los vestidores del club. En cuanto a la tercera víctima, su nombre era Eleonor Muñoz, una figura muy respetada dentro de los círculos filantrópicos de la ciudad. Gracias a las jugosas donaciones de la octogenaria, varios hospicios se habían beneficiado.
Fue la muerte de Muñoz la que elevó el perfil del caso y, por consiguiente, la presión sobre Sánchez para resolverlo. Sin embargo, las conexiones entre las víctimas no eran evidentes: no había un motivo claro. Todo estaba revuelto en la cabeza del detective.
Las escenas del crimen estaban limpias: no había huellas ni rastros genéticos que pudieran conducir a la identificación del criminal. Los cuerpos, por otro lado, tenían su marca. Todos habían sido drogados con una sustancia que los adormilaba lo suficiente como para que no pusieran resistencia. Así se explicaba cómo Meneses, un hombre fornido, podía haber sido estrangulado sin que hubiera signos de lucha.
Conseguir la sustancia era sencillo: se vendía en las calles. Mezclada con alcohol, también era usada para abusar de mujeres en bares o en discotecas. Sánchez se encontraba desesperado, cuando la cuarta víctima trajo por fin la clave que podría desenredar el misterio: Rodrigo Ballesteros, padre y mánager de uno de los futbolistas más famosos de la selección mexicana, El Pulgoso Ballesteros. El hombre yacía en un charco de sangre en medio de la sala, con una barra de metal que lo atravesaba de oreja a oreja. El respectivo mensaje en una nota amarilla estaba presente, pero esta vez el contenido era diferente.
Sánchez, eres un buen hombre y recibirás tu recompensa: te lo prometo. Búscame en dos horas en el mirador del Cerro de la Estrella. Ven solo. Lo explicaré todo.
El detective subió al mirador, donde divisó una figura sentada en una de las bancas; se llevó la mano a la funda de su arma y caminó con sigilo. “Hey, tú, las manos arriba donde las pueda ver”, ordenó con voz firme, pero no hubo respuesta. La figura permanecía inmóvil; con la cabeza baja, como si estuviera rezando.
Sánchez desenfundó su pistola y le apuntó mientras se acercaba por detrás y una vez más le ordenó levantar las manos. Al no tener respuesta, lo empujó con el cañón del arma, y el cuerpo se desplomó.
En sus manos sostenía una hoja amarilla; con sorpresa reconoció al sujeto: El Pulgoso Ballesteros. Se apresuró a tomar sus signos vitales, pero comprobó que no tenía pulso. Tomó con cuidado la hoja y la desdobló.
Tienes que saber que actué solo. Por años fui comerciado a los contactos cercanos de doña Eleonor, aquellos con gustos por carne fresca. Conozco cada recoveco de los antros de El Muñeco, esos rincones que no están abiertos al público. Nadie quiso ayudarme, nadie quiso creerme; cuando se lo dije a mi padre, me ignoró: yo era su mina de oro. Un escándalo así destruiría mi carrera y la suya. Mi entrenador también calló y siguió cobrando los donativos de esa pinche anciana pervertida. Soy mercancía dañada, Sánchez; ya no podía seguir viviendo así, pero no podía dejar a otros huérfanos como yo en esas garras. Aquí está una lista de algunos de sus mejores clientes; ya sabrás tú qué hacer con esta. Yo ya hice mi parte.