El llamado de la noche

Darío Jaramillo

Siento la noche llamándome; me levanto de la cama, descalzo bajo las escaleras y salgo a la calle. El viento fresco acaricia mis mejillas, se mete en mis pulmones y respiro esa oscuridad. Me embriaga, me abandono a su hechizo y comienzo a caminar, sin rumbo, o eso pienso yo. Ella sí sabe a dónde me lleva, dónde va a terminar mi recorrido. Deambulo por las calles del barrio; durante las horas de la madrugada, las calles son pobladas por tipos diferentes de personas de las que las recorren de día. Varios de ellos caminan como yo: solo se dejan llevar.

Mis pasos se detienen frente al altar, donde se encuentra ella; me mira a través de esos dos huecos vacíos donde los humanos tenemos ojos. Ella no, nunca los tuvo: solo dos agujeros negros de los que no puedo despegar la mirada. Lo intento pero, mientras más fuerza aplico para huir, más me arrastra hacia ellos.

Puedo sentir sus tentáculos extendiéndose al centro de mi alma, tocándola con esos apéndices fríos y viscosos, que poco a poco van tornándose tibios con los recuerdos más cálidos de mi infancia (aquella bicicleta roja que me dieron en Navidad, el sonido que produce el empaque de frutsi que le puse a la llanta trasera para que suene como una moto; la emoción de descender de aquella colina a toda velocidad; mi primera medalla en los 100 metros libres; mi primer beso). La energía que generan esos recuerdos me embriaga; siento que puedo con todo, comienzo a volar. Soy libre; quiero elevarme más, ir más rápido, más lejos, pero algo me frena. Siento esa fuerza jalándome de nuevo a la tierra; el pánico me invade.

 

Siento que caigo; el vértigo me domina y siento el peso de mi cuerpo contra el pavimento. Reviso mis recuerdos. Quiero sentirme bien otra vez; no puedo volver ahí. Los tentáculos revuelven mi interior; no queda nada. Ha bebido todos mis recuerdos, pero no me ha dejado vacío. Ojalá lo hubiera hecho.

 

Dentro me quedó la parte oscura de ellos; el miedo a las alturas que me provocó la caída de esa bajada en bicicleta, la tristeza de ser abandonado por mi novia, la decepción que veo en los ojos de mis padres al no haber ganado la medalla de oro.

Siento que me ahogo; lucho con todas mis fuerzas por sacar esos tentáculos de mi interior y los arranco, aunque partes de mí se van con ellos. Me quedan rastros de lodo frío y viscoso en los huecos. Solo entonces ella queda satisfecha; puedo apartar mi mirada de esos agujeros negros. Me doy la vuelta; comienzo mi camino y, sin darme cuenta de cómo lo hice, estoy de regreso en mi cama. Comienza a amanecer, y la luz se filtra por una pequeña rasgadura en mis cortinas, que siempre permanecen cerradas.  A medida que avanzan las horas, los eventos van desvaneciéndose de mi memoria. Solo me quedan el cansancio y la tristeza.

La alarma de mi despertador me taladra la cabeza; no quiero levantarme. No tengo la fuerza necesaria; solo quiero quedarme acostado para siempre, pero siento una lengua que recorre mi mano y luego mi cara; sus bigotes me hacen cosquillas y me arrancan una sonrisa.

Acaricio su cabeza, y la sensación de desesperanza se evapora cuando miro a los ojos de esa criatura; están llenos de amor, y su cola va de lado a lado delatando su emoción. Comienzo a sentir calor por dentro; a mi mente vienen recuerdos de tiempos felices. Comienzan a florecer nuevamente; llenan los huecos, y los trozos de lodo desaparecen. Me visto; le pongo su correa y salgo a afrontar la vida, un paseo a la vez.