El esquiador nocturno
Araceli de Carlos
El sol se ocultaba cuando empezó a nevar con intensidad. Llevaban varios días alertando sobre una tormenta llamada Filomena, que iba a traer una nevada histórica a Madrid, pero yo dudaba de que fuese para tanto. Los días en los que la capital se cubría de blanco se habían convertido en una anécdota cada vez más inusual y efímera.
Pero esa noche la nieve caía de forma distinta, como si tuviese prisa por cubrir el asfalto. Yo miraba absorto por la ventana, y deseé con todas mis fuerzas que no parase. Quería enseñársela por última vez. Pero no fue posible. Cuando mi madre entró en la habitación, no hicieron falta las palabras. Aunque la nieve siguió cayendo hasta cubrir por completo la ciudad, mi abuelo ya se había ido.
La pena, que era inmensa, enseguida se vio superada por la rabia de pensar que se iba a perder el blanco espectáculo, tan fantasmagórico como mágico. “No era el momento de irse”, pensé mientras salía a la calle en plena noche e intentaba abrirme paso a través de calles intransitables. Era una escena insólita y no dejaba de pensar en lo que habría disfrutado mi abuelo observando la nieve desde su sillón, evocando felices recuerdos de inviernos y montañas. El esquí había sido su manera de exprimir al máximo los placeres de la vida y supo transmitirnos a todos su gran pasión.
Andaba yo perdido en mis pensamientos y encajando mi dolor cuando una figura que me resultaba familiar captó mi atención. Para mi sorpresa, no andaba, sino que iba esquiando con gran agilidad. Aunque la noche me impedía verlo con claridad, no tuve dudas de que era mi abuelo. Habría reconocido su estilo o stance entre un millón de esquiadores.
De pronto, empecé a sospechar que quizás mi abuelo tuviese algo que ver con esta nevada, como si la hubiese encargado para despedirse a lo grande de este mundo. Mi deseo de unirme a él se cumplió y, sin saber cómo, empezamos a deslizarnos juntos por las “pistas” más emblemáticas de Madrid. Las pocas personas que nos encontrábamos sacaban con rapidez su móvil para hacernos vídeos y, en seguida, empezamos a circular también por las redes sociales como los dos primeros esquiadores que saludaban al Madrid nevado.
Había perdido la noción del tiempo y del espacio cuando mi abuelo se detuvo en el portal de mi casa. Supe que entonces sí era el momento de la despedida. Con la mirada fue suficiente para decirnos todo lo que había que decir. Mi abuelo me sonrió por última vez y desapareció en la noche. Me quedé mirando cómo su figura se difuminaba en la oscuridad con un sentimiento de paz. Me lo imaginé buscando el telesilla que le elevaría al más allá, hacia las montañas de nubes, preguntándome si en la siguiente nevada volvería a bajar para hacerme una visita.