El banquete de los solitarios
Darwin Redelico
—¡Mire, doña Carmencita, mire qué guapo es mi hijo! Idéntico al padre —sentenció Clara con estridente risa mientras cooptaba toda la conversación en la mesa.
El banquete de Nochebuena está servido para los ancianos del residencial Nueva Vida. Hombres y mujeres que sobreviven sus últimos años son distribuidos en mesas para tres o cuatro, y son agasajados con abundantes platos de todo tipo de delicias. Tradiciones nacidas a temperaturas bajo cero, ahora obedecidas sin cuestionamientos a más de treinta grados. Comer y beber con el fervor del final de los tiempos.
En un rincón, Clara, setentona, elegante, de buena (o pretendida) condición económica, viuda, que se fue a vivir al residencial luego de haber sido diagnosticada con cáncer. Carmencita, durante sesenta y ocho años enteramente consagrada a su madre. Al morir esta, fue a dar allí. Finalmente, Cosme que, habiendo perdido en su octava década su imposible batalla contra el alzhéimer, fue depositado allí por sus hijos.
—¿Le dije que trabaja en Alemania? Es ingeniero químico, y tiene no sé cuántos doctorados. La esposa es brillante también. Tiene una Maestría. Aquí están ella y mis dos nietos. Además de lindos, son muy inteligentes.
Carmencita observa las fotos en el celular de Clara y aprecia:
—¡Qué lindos que son! —Se dirige a Cosme—: Mire, don Cosme, la familia de doña Clara.
—¿De quién?
—De doña Clara.
—¿Quién es Clara? —pregunta por tercera vez esa noche, mientras se lleva un nuevo puñado de nueces a la boca y mira de reojo el culo de una enfermera que pasa a su costado.
—No sé si le dije que mi hija está haciendo un posgrado en Boston —prosiguió Clara con ostensible gesto de incomodidad hacia su masculino compañero de mesa—. Conoció a un ingeniero químico de Estados Unidos cuando trabajaba acá. Se casaron y se fue con él.
Mientras Cosme se mete otro puñado de pasas de uva en su boca, Carmencita le sugiere:
—Don Cosme, con toda la comida rica que hay en la mesa, ¿por qué no prueba otra cosa?
—Sí, sí, ya como —responde Cosme mientras ahora se atiborra la boca con unos maníes y pasea la vista por los resaltados pechos de la empleada que les está sirviendo el plato—. ¿Por qué toda esta comida?
—Hoy es Nochebuena, Don Cosme —le explica Carmencita con maternal cariño.
—¿Hoy? Ahhh. ¡Feliz Navidad! —Levanta una copa, se sirve un puñado de almendras y da otro sorbo visual a las caderas de aquella enfermera dominicana que está llevando una fuente de ensaladas a una mesa contigua.
—Esta es la foto de mi nieto mayor —prosigue Clara, ignorando a Cosme—. Tiene diez años; es el mejor de la clase. Ya se ve que va a ser buen mozo e inteligente como su abuelo. Esta foto es de Ámsterdam. ¿Les dije alguna vez que visité cinco veces Países Bajos? ¡Qué hermosura!
—Sí, ya me lo dijo no sé cuántas veces, doña Clara —le responde Carmencita, más preocupada por saber por dónde estaría viajando la mente de Cosme, y si ella no sería más feliz allí. Con ganas de meter una estocada al corazón de su parlanchina compañera, comenta—: Qué curioso que, desde que estoy aquí, nunca vi a un familiar suyo.
—Es que ellos tienen una familia que atender; no tienen tiempo de venir a este país tan alejado. Por eso me llaman todos los días —replica Clara a modo de revancha.
Mientas Cosme se acababa todo el pan dulce y los turrones, y quién sabe a qué lejano rincón de su mente se lleva las piernas, caderas y tetas de las empleadas y enfermeras del residencial, llega la medianoche. Brindis general, salutaciones y deseos dichos mecánicamente entre todos.
Carmencita, luego de haber explicado por enésima vez la razón de la festividad a Cosme, saludó cortésmente y se marchó a su dormitorio. Clara siguió mostrando sus fotos a otros comensales y se marchó una hora después. Cosme se quedó dormido en la mesa y lo despertaron para acompañarlo a su cama.
Carmencita quedaría en su cama un largo rato mirando la foto de su madre, la persona que le había dado y le había privado al mismo tiempo la vida, hasta quedar dormida. La contemplaba amándola y odiándola.
Clara quedó despierta toda la noche esperando la llamada de alguno de sus hijos o nietos. Les mandó mensajes, pero ni siquiera le dieron el visto.
Cosme, acompañado hasta su dormitorio por una enfermera, preguntó una vez más por qué tanto alboroto. Cuando se lo explicó, sonrió y le deseó una Feliz Navidad.