El atentado

Uriel Arechiga

10 de octubre 1982. Me encontraba en el último año de la prepa y era el reportero del Clarín de la Loma, el periódico escolar. Ese día estaba cubriendo el registro de los candidatos a representante escolar, el evento más importante del año ya que el carismático Lalo Palomo, el alumno con más influencia y popularidad de la generación, tenía que entregar la presidencia. Lo que llamaba la atención era la terna de candidatos:

Alfredo del Mazo IV.  Cosa rara, porque él solo estaba interesado en ir al hipódromo con su séquito de desinteresados amigos.

Humberto Zapata. Ni siquiera entraba a clases y, al parecer, nada le importaba más que sentarse a tomarse unas caguamas con sus cuates en la acera de enfrente de la escuela.

Leila Palomo. La hermana menor del representante saliente. La chica más hermosa de la escuela. Lo que el otro tenía de inteligencia ella lo superaba en glamour.

En el momento en que los tres candidatos se acercaron a la mesa de registro, se formó una multitud que comenzó a empujarse gritando consignas; yo estiré mi brazo con la cámara para disparar fotos. Con suerte conseguiría material publicable.

Unos segundos después, un grito se elevó por encima del barullo: “¡Le han pegado un chicle en la cabeza a Leila!”. “¡Abran paso!”, exclamó otro, que debió haber sido el mismísimo Moisés, ya que el   mar de personas se separó dejando pasar a Leila y un par de amigas corriendo hacia la enfermería de la escuela. Yo, como buen pistolero, alcancé a disparar mi cámara dos veces con el objetivo puesto en la plasta color uva que la princesa escolar llevaba en la coronilla.

El revuelo fue grande; el director anunció que las elecciones se iban a detener hasta que se diera con el cobarde que había llevado a cabo tan deleznable atentado.

Iba a revelar las fotos cuando uno de los matones de Lalo Palomo me pidió que lo acompañara, que su jefe quería hablar conmigo; cerró su mano sobre mi clavícula con tal fuerza que me hizo caminar de prisa hacia la mansión de los Palomo. Ahí me esperaba Lalo, que me saludó como a un viejo amigo. Tenía dos vasos con whisky irlandés: uno era para mí. También me extendió una cigarrera de plata con Gitanes; yo solo fumaba faritos y tomaba Bacardí.

Me pidió ayuda para hacer público que Humberto Zapata era el culpable. Una de sus gentes más cercanas vio cómo le había pegado el chicle masticado a su hermanita. Me dijo que ya volvía, que lo esperara.

En eso llegó Leila, si acaso mas hermosa con el pelo muy corto y sus enormes ojos azules. Se sentó cerquita mío; me platicó lo mal que la había pasado, y lo atenazante que era ser la hermana de Lalo. En confidencia me contó que la había hecho postularse para que fuera su títere y seguir manejando la política en la prepa.

Casi llorando, suplicó que no hiciera enojar a su hermano porque ella lo pagaría. Prometí que la ayudaría. El hermano llegó: tenía negocios que atender. Al despedirme, Leila me dio un beso entre la boca y la mejilla. Lalo a la salida, puso en mis manos un paquete de boletitos verdes: el equivalente para quince días de chilaquiles en la cafetería.

Al día siguiente, llegué temprano a la escuela para terminar de revelar las fotos y formarme en la fila de los chilaquiles. En una foto se veía claramente cómo los matones de Lalo empujaban a un par de personas hacia atrás dejando el espacio suficiente para que una mano con el chicle asesino lo estampara en la dorada melena de la candidata.

Fue Lalo. Me dirigí a su casa a regresarle sus boletos verde corrupción para la compra de chilaquiles chayoteros. Obviamente, no iba a decir nada que lastimara a Leila, por lo que diría que el rollo se había velado. Toqué el timbre, pero nadie abría, así que rodeé la casa y pude ver a los hermanos platicando. No notaron mi presencia; Leila le decía su hermano que no se preocupara, que, aunque en las fotos saliera algo, yo no diría nada porque me había quedado comiendo de su mano y, además, la gente del populacho, como yo, quedaba contenta ahí con unos antojitos. Él le agradeció su sacrificio; ahora se podía retirar de las elecciones. Humberto Zapata pagaría las consecuencias, y Alfredo del Mazo, el único candidato en pie, haría todo lo que él ordenara. Si no, le cobraría el dinero que le debía de las apuestas en el hipódromo. La abrazó y le dio un beso en la boca.

Salí corriendo de ahí con el estómago revuelto. Pasé el resto del día escribiendo la historia, mimeografiando copias del Clarín y repartiéndolas. Se armó un escándalo, y las elecciones se anularon. Tiempo después, el hermano menor de un guarura de Lalo se postuló y ganó. Yo me retiré de la nota política.