Después de la hecatombe

Amparo Piñeirua

Para poner a Rose a salvo, alcancé a encontrar una puerta que flotaba, del buque que acababa de hundirse en el mar. Yo trataba de sostenerme; sabía que era cuestión de tiempo: no aguantaría mucho (el agua estaba helada). 

No puedo precisar cuánto tiempo estuve ahí, pero a cada momento estaba más débil y ya no sentía el cuerpo. 

Cuando ya no pude más, me solté; a pesar de que Rose trataba de sostenerme, fue imposible y me hundí poco a poco. ¿Qué pasaba? Mi mente aturdida no entendía: personas sobre mi me hacían respirar, aunque me costaba trabajo. La garganta y la nariz me ardían; me salía agua salada por todas partes; tosía. Abrí mucho los ojos. ¿Dónde estaba? Solo me acordaba de estarme hundiendo; miré para todas partes, tratando de comprender. 

En ese momento me di cuenta de que estaba en otro barco, esta vez pesquero. Habían recogido algunos sobrevivientes del Titanic. Nos cubrían con mantas y nos daban algo de comer, pero no sabía adónde nos dirigíamos. 

 Traté de tranquilizarme: mi confusión aún era grande. 

 En las siguientes horas, descansé, pero la travesía continuaba. Hablaban un idioma que no entendía; traté de comunicarme con ellos y preguntarles adónde nos dirigíamos, pero no lo logré. Quería saber de Rose, si a ella también la habían rescatado y (lo más importante) si estaba viva. 

Seguía sin saber hacia dónde se dirigía el barco; por fortuna, todos los que habíamos sido rescatados de la tragedia estábamos con vida y poco a poco nos restablecíamos. 

Durante el viaje ayudábamos en la faena con los pescadores; para mí no era problema: estaba acostumbrado al trabajo duro. 

El barco llegó a la Florida donde, simplemente, nos desembarcaron y con señas nos dijeron que ahí nos quedábamos, pues ellos, al día siguiente, después de vender su mercancía y volver a llenar el barco de provisiones, zarparían. 

Mi situación era complicada: no tenía ni dinero, ni conocidos, ni siquiera ropa que ponerme. 

 ¿Cómo podría saber dónde habían llevado a Rose y si aún estaba viva? Este era el pensamiento que más me atormentaba. Buscaría un trabajo y regresaría a Londres, donde seguro obtendría más información. 

Encontré un empleo de cargador en el puerto; conseguí un pequeño cuarto donde vivir y, sin darme cuenta, los meses y luego los años empezaron a pasar. Solo pensaba en Rose, pero cada día se me hacía más difícil encontrar la forma de pagarme un pasaje a Londres. Fui progresando y, luego de diez años en Florida, me pude comprar una pescadería y vivir en un mejor lugar. Mi ilusión de regresar a Inglaterra poco a poco se desvaneció: ya había pasado mucho tiempo. 

 Por las tardes me gustaba pasear por la ciudad y, de vez en cuando, tomarme un café. En una ocasión, mirando el escaparate de una joyería, me llamó la atención primero una joya espectacular que yo conocía bien y luego la persona que la estaba mostrando, probablemente para venderla. 

 Mi corazón se aceleró. No lo podía creer, me acerqué para comprobar que lo que pensaba era lo correcto y ahí en medio de la tienda estaba Rose con el corazón del mar, la joya con la que la había pintado desnuda en el Titanic.