Ese dos de abril

Gonzalo Tessainer

A veces, estar al margen de una sociedad permite entender mejor sus necesidades.

En el 2002, la crisis había azotado muy duramente a todo el Uruguay, y particularmente al pequeño pueblo norteño de Tranqueras. El cierre del frigorífico y de la mina de oro dejaba a sus habitantes sin sus únicas dos fuentes de trabajo. 

El desempleo y la pobreza se instalaron con la violencia de un ocupante no deseado. La emigración, la indigencia y el asistencialismo delinearon el nuevo paisaje.  Pero nada horada más el alma de una colectividad que la desesperanza, ni nada la inmoviliza más que la falta de futuro. Sin embargo, aún transitaba por sus calles gente que no se iba a resignar.

El Ciego Benítez, ingeniero químico de profesión, había perdido la vista en un accidente con explosivos en la mina hacía muchos años. Vivía de la pensión estatal. Reflexivo y verborrágico, con reputación de hombre culto.  Se había dejado el pelo largo canoso. Con sus lentes y con su sobretodo negro, daba cierta apariencia espectral a quien se lo cruzaba. 

El Tartamudo Corbo ya había nacido con la negación para el arte del fluido hablar. De gran vocación para el servicio social, nunca pudo desarrollar sus talentos debido a la dificultad para comunicar sus buenas intenciones. Voluntarioso, tosco en sus modales y básico en su razonar, siempre se lo veía deambular por las calles con su mameluco amarillo desde que había perdido su empleo. 

Apagón. Así apodaban al Negro Rivero los ocurrentes pueblerinos. Rústico y de poca palabra. Hábil en las tareas de campo, había sufrido una caída seria de un fiero zaino, que le provocó la quebradura de la columna. Así, tuvo que prolongar su osamenta en una silla de ruedas para movilizarse. Vivía de la caridad y siempre vestía de blanco. 

La marginalidad era el factor que unía a este extraño trío en una amistad materializada en el boliche todas las tardes. En una pausa entre grapas, el Tarta comenzó a esgrimir una idea: si en vez de quejarse y dejarse llevar por la depresión, ¿por qué no apoyarse en algo que todavía identificara al pueblo? Ante la imposibilidad de El Tarta de terminar el discurso, el Ciego captó enseguida el concepto y completó la idea de que lo que aunaba e identificaba a todos los habitantes eran los cultivos de la frutilla. No solo se exhibirían ejemplares de las fragarias, sino también todo lo que se podía hacer: dulces, mermeladas, tortas, extractos. Apagón concluyó con un entusiasta “¡Está bien!”.

El Tarta comenzó a desarrollar la idea de una fiesta, con bailes, música y artistas locales. El Ciego completó la planificación y dio forma final a la Fiesta Nacional de la Frutilla, por celebrarse en Tranqueras. Apagón asintió con un efusivo “¡Está bien!”.

Pero había que conseguir el preciado fruto. Todos los agricultores de la zona lo cosechaban. Pero que lo pusieran a disposición era otra cosa. Varios se negaron al principio; otros ni siquiera los atendieron. Les quedaba prácticamente una última chance: ir al campo de los Aguirregaray, a cinco leguas del poblado.

Así, este terceto, en un día de calor bochornoso y ventisca en contra que arremolinaba la tierra rojiza del lugar, se dirigió en heroica y decidida procesión hacia la estancia. El Tarta empujaba a Apagón y, tomado de su brazo, iba el Ciego.

Para fortuna del trío, no estaba el dueño. Ni su primogénito. Por eso los atendió el Mellado, el menor de los estancieros, a quien nunca dejaban tomar decisiones, por considerárselo poco inteligente. 

Como siempre, el Tarta intentó exponer la idea, el Ciego la explicó y, ante el atónito silencio del Mellado, Apagón lo interpeló con un intimidante “¿Está bien?”. 

Recién entonces el anfitrión mostró su entusiasmo con la idea y les regaló toda la cosecha. La Primera Fiesta Nacional de la Frutilla de Tranqueras ya era una realidad.

Cuando se enteraron los Aguirregaray, casi descuartizaron al Mellado. Solo lo perdonaron quince días después, cuando de todos los rincones del país llego gente a degustar las delicias de la zona. Varios emprendimientos se iniciaron desde entonces. No solo la economía, sino la autoestima de Tranqueras mejoraría. 

El Tarta se postularía como alcalde y sería electo a los pocos meses. Sus discursos los completaría siempre el Ciego, y Apagón dejaría claro al electorado, con mirada desafiante, que sus amigos eran quienes tenían las ideas más claras con un inquisidor “¿Está bien?”.