Con cristales color sepia

Carmen Gallego

Doña Ángela se levantó tarde aquel domingo; tras la fiesta de su cumpleaños durante la noche anterior, no estaba para mucho madrugar. Sesenta y cinco años; no se lo podía creer.

Salió a la terraza de su casa de la playa, y sonrió satisfecha. Apenas dos metros la separaban de la arena. El sonido y el olor del cercano mar la llenaban de vida. Miró a su alrededor e hizo balance mental de su vida en aquellos sesenta y cinco años. Su familia siempre quiso emparentarse con la de su difunto esposo, que controlaba todo lo que se movía en los alrededores. Recordó también cómo aquel accidente se había llevado a su marido y al mayor de sus seis hijos hacía ya 15 años. Un extraño accidente que nadie investigó y que la dejó al frente de aquella gran familia en aquella gran casa.

Doña Ángela estuvo muy lejos de venirse abajo y en poco tiempo se hizo con el control de todo lo que antes capitaneaba su marido. Aunque muchos dudaron de que fuera capaz, allí estaba ella quince años después, admirada por algunos, respetada por todos y, ¿por qué no?, temida por muchos

Al lado de ella, con la distancia justa para no molestarla, estaba su fiel Miguel que, teniendo el don de leerle el pensamiento, ya le había preparado su tumbona. En la mesita, la esperaba un té helado, el libro que estaba leyendo y las gafas de sol, cuyos cristales le hacían ver la vida de un maravilloso color sepia.

El cansancio de la noche anterior la hizo entrecerrar los ojos y disfrutar de aquella paz tan privada. A punto estaba de quedarse dormida cuando la paz de la que disfrutaba se vio interrumpida por el motor de una lancha, que se acercaba sin miramientos a la orilla. Se incorporó y la divisó no muy lejos de donde ella se encontraba, dispuesta a atracar en su propia playa. Era una pequeña lancha, cuyo ruido era mayor que el espacio que ocupaba. La tripulaban cuatro chicos que, sin duda, no sabían dónde se estaban metiendo.

Distinguió los fardos perfectamente; sus ojos estaban más que acostumbrados a estos. Los chicos, con una inocencia que ella no acababa de entender, pararon el motor a una distancia escandalosamente pequeña entre ellos y su casa. Doña Ángela no iba a permitir aquello de ninguna manera, no en su playa.

—Miguel  —llamó más alto de lo que había pensado.

—Señora —contestó Miguel con la cabeza baja y con las manos a la espalda.

—Dámela.

—¿Señora?

—Dámela, Miguel —le repitió sin disimular su enfado.

Miguel entró en el despacho de Doña Ángela y se dirigió a la caja fuerte. No tardó más de cinco minutos en volver y extender la mano hacia su señora. Doña Ángela no lo pensó y, tras cada detonación, un cuerpo sin vida se desplomaba tiñendo de sangre la arena.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —dijo volviéndose hacia Miguel que, sin mediar palabra, encaminó sus pasos hacia los cuerpos inertes en la orilla del mar.

Doña Ángela suspiró; no entendía por qué aquellos chicos se empeñaban en meterse en sus negocios y delante de sus narices.

 Observó a su fiel Miguel mientras se alejaba; él sabía dónde tenía que enterrar los cadáveres. Y, con ayuda de algún empleado, bajarían los fardos al sótano, donde una docena de trabajadores los prepararían para su distribución.

Se volvió hacia la tumbona y se acomodó de nuevo; dio un largo trago a aquel delicioso té helado. Dispuesta a pasar un tranquilo domingo de resaca, se colocó de nuevo aquellas gafas con las que veía la vida de aquel maravilloso color sepia.